En Al ritmo de los acontecimientos

Me piden los chavales del seminario menor que escriba mi experiencia de aquellos años. No me es complicado, me marcaron tanto, que me es difícil relatar lo esencial. He dejado aparte las anécdotas, que como cualquier persona que hayamos vivido nuestra preadolescencia en una comunidad de ese tipo, no pararíamos de contar. Vivíamos codo con codo, como en una gran familia numerosa.

Caminaba hacia los 14 años cuando entré en el Seminario Menor. Recuerdo, como si fuera hoy, cómo iba vestido y cómo me saludó el primer compañero que me encontré. Había decidido ir por mi cuenta, pues cuando veía a los seminaristas en la procesión del Corpus de mi pequeña ciudad, me llamaban tanto la atención, que yo quise ser como ellos.

El ambiente del seminario era perfecto, aunque la humedad y el frío calaba hasta los huesos. Éramos 250 seminaristas menores divididos en tres comunidades. La oración, la disciplina en la vida diaria, el buen comportamiento, los estudios, el deporte, el “cine-forum”, el teatro, los ejercicios literarios, los ensayos de canciones religiosas… llenaban nuestras vidas.

Teníamos también grupos de reflexión: unos se reunían y hablaban sobre las misiones, otros sobre la iglesia en el mundo, otros sobre la espiritualidad sacerdotal o mariana. Los grupos estaban formados por unas 12 personas. Había un director de grupo y un secretario que copiaba en un cuaderno nuestros comentarios. Ningún formador nos acompañaba. Las pequeñas cosas nos hacían responsables.

Además de los estudios, siempre leíamos una pequeña novela, o poesías a nuestro alcance y además un libro de lectura espiritual. Tanto de una como de la otra hacíamos tertulias entre nosotros para comentarlas. Teníamos un diálogo con el padre espiritual cada 15 días. Había un proyecto de vida y él nos animaba a seguir por el camino marcado, nos alentaba y también nos exigía.

Teníamos muchas competiciones deportivas (para mí demasiadas) y ¡quinielas! Yo jugaba al frontón, pero a mano desnuda, sin pala ni raqueta. También hacíamos un periódico de pared (en una gran cartelera), para ello teníamos que seleccionar del diario, que recibían nuestros formadores, las noticias que considerábamos interesantes de toda la semana. Para ello era necesario un equipo redactor, también escribíamos nuestros propios artículos.

Más o menos cada tres meses hacíamos una obra de teatro y el coro cantaba nuevas canciones en polifonía. Cada trimestre lo revisábamos con nuestro formador para ver en que nos teníamos que superar o algo nuevo a crear… yo siempre estaba feliz, no tengo ningún mal recuerdo.

La verdad es que no dejaré de dar gracias a Dios por aquellos sacerdotes que tanto me enseñaron, que me entregaron la vida dedicando su tiempo conmigo, y ¡la paciencia que tuvieron!, cómo me acompañaron y guiaron, el amor por la Iglesia que me inculcaron, la capacidad crítica, la afición por la lectura, por el arte, por el conocimiento de la vida de los santos, de la sociedad y de su cultura…  Realmente ¡había vida!

¡Ánimo y adelante!

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