In Carta desde la fe, Obispo de Teruel y Albarracín

 

En las últimas semanas hemos asistido con asombro a la cobertura mediática sin precedentes en torno a la muerte y el funeral del papa Francisco, seguidos por el cónclave y la elección del cardenal Prevost como sucesor del apóstol Pedro. Pero más impactante aún que el despliegue informativo ha sido el tsunami de gratitud impulsado por personas de múltiples credos, culturas e ideologías, que han reconocido en el papa Francisco un precioso regalo para la Iglesia y la humanidad. Una vez más, la muerte ha sido como un espejo en el que hemos podido contemplar con nitidez la grandeza de una vida.

Tras su funeral, emergió otro tsunami —esta vez de esperanza— en el corazón de muchísimos hombres y mujeres, con el deseo de que su sucesor siguiera cultivando los valores que Francisco encarnó magistralmente, con sus palabras, sus gestos y, sobre todo, con su forma de vivir. He podido percibir esta esperanza en no pocas personas, con sensibilidades bien distintas. Una amiga, que dice no creer en Dios, me confesaba que había rezado por esta intención. Y León XIV, con su modo de ser propio, no ha defraudado esta esperanza.

Pero no ha de ser únicamente el Papa quien sostenga y transmita la esperanza que se ha manifestado en el mundo. Con él, los obispos, los sacerdotes, las personas consagradas y todos los bautizados y bautizadas deberíamos reflexionar, sin ningún tipo de triunfalismo, sobre lo que ha acontecido en las últimas semanas; para responder a la esperanza que tantos han depositado  -a menudo sin saberlo- en quienes formamos parte de la Iglesia, a pesar de nuestras incoherencias.

Todos estamos llamados, cada cual con su estilo y sus talentos, a seguir el Evangelio de Jesús, que el papa Francisco vivió con una frescura cautivadora y a veces desconcertante: el humilde reconocimiento de los propios pecados frente a la tentación de culpabilizar a otros; la defensa incondicional de los pequeños y vulnerables, incluso cuando con ello se incomoda a los poderosos; el compromiso por la paz ante guerras que siguen devastando vidas inocentes; el cuidado activo de la hermana madre tierra, la casa común que Dios nos ha confiado; la apuesta, en una sociedad tan crispada, por la fraternidad, que reconoce la dignidad inviolable de “todos, todos, todos”, por encima de muros ideológicos, económicos o geográficos; junto con el trabajo por una Iglesia que no tenga su centro en sí misma sino en Dios y sea un auténtico “hospital de campaña”, donde cualquier expresión del sufrimiento humano se abraza con ternura.

Acojamos con alegría y responsabilidad, en nuestra Diócesis de Teruel y Albarracín y en cada una de sus comunidades, el deseo y el compromiso de sostener y transmitir este tsunami de esperanza, que ha supuesto el papa Francisco, y pidamos al Espíritu Santo, que guió e impulsó su vida, que siga alentando y fortaleciendo la nuestra.

Recibid mi saludo cordial en el Señor.

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