En Al ritmo de los acontecimientos


Casi hace dos meses tuve un encuentro con un grupo de adolescentes en confirmación. Pasé por casualidad por la sala, cuando su catequista estaba planteando las divisiones que se producen entre nosotros, en nuestras familias, en nuestros grupos, en nuestras sociedades. Estaban buscando, por medio de una dinámica, las causas que provocaban estas rupturas en nuestro entramado corporativo. Cada uno de los chavales y chavalas iban apuntando en una pequeña cartulina una o dos palabras que para ellos eran las claves de las desavenencias. Y cuando uno de ellos colocaba su cartulina sobre la mesa explicando los porqués, otro por identificación colocaba y explicaba la suya como si de un juego de dominó se tratara.

Me invitaron a quedarme y me quedé. Se les pidió que pensaran en algún caso de división real y escribieran las razones que la habían causado. Pero mejor comienzo por el final, cuando uno a uno dijo en qué había pensado.  Cada uno tenía en su mente, y algunos en su corazón, un tipo de ruptura. Cómo decirlo: la separación de sus padres, la exclusión de una pandilla de amigos, las discrepancias en su cofradía, la cuestión política sobre la unidad de España, los enfrentamientos en el equipo de deporte por causa de una pelea, la disconformidad en la familia por razón de una herencia, la apreciación a la baja que un grupo o una persona hace de otras, la actitud depredadora de unos contra otros en una empresa, en el colegio…, los celos corrosivos y la envidia ante el éxito de los demás, ¡Basta! Para ser un grupo de adolescentes lo tenían demasiado claro.

Lo que ellos no sabían es que su catequista quería hablarles de la división de los cristianos y de la Iglesia, pues estábamos a unos días de celebrar la semana de oración por la unidad. Hacia el año 53 de nuestra era, las comunidades cristianas de la ciudad portuaria de Corinto estaban más divididas que un jarrón roto. Y eso, que podíamos pensar, que mantendrían el espíritu de la luna de miel de una iglesia incipiente. Pero no, los corrillos y enfrentamientos eran notorios, y cada uno defendía la bandera de un equipo tirándose a la cara las fobias y filias del que les representaba: “Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas, yo soy de Cristo” (1 Cor 1, 12).

Curiosamente las razones o causas que daban los del grupo de confirmación, sin referirse ninguno de ellos a la división de la Iglesia, encajaban como anillo al dedo a la ruptura de los creyentes. Normalmente, en casi todos los casos, era cuestión de líderes, de liderazgos mal entendidos. La palabra líder, de raíz indoeuropea, significa “el que va por delante”, el que “conduce en la unidad” a todos para atravesar los umbrales del miedo o de la muerte. Para nosotros los cristianos, sin querer, nos evoca la Pascua de Jesús, el Señor.

Jetró, el suegro de Moisés, otro líder, le incriminó que llevase él solo el peso de los asuntos de su pueblo y le aconsejó que para ayudarle en la tarea se rodeara “de personas valientes, sinceras, enemigas del soborno y de profunda fe, para que el pueblo unido pueda volver a casa en paz” (Ex 18,19-23).  Y Moisés lo hizo. Porque “cuando no hay visión, el pueblo se desmanda, felices los que observan la ley”. Y esto es del libro de los Proverbios, conciencia de un pueblo, sabiduría de Dios.

La historia de una iglesia mezclada con los poderes políticos, los líderes sin visión de unidad, la falta de corresponsabilidad, la incomprensión de la misión del episcopado, las distintas eclesiologías o maneras de ver la iglesia, el insistente empeño de mantener sólo mi punto de vista, la obstinada decisión de hacer todo nuevo sin valorar el esfuerzo de nuestros antepasados y la falta de humildad en el seguimiento de un solo pastor, entre algunas causas,  ha hecho que de aquellos lodos estemos enfangados hasta el cuello. Sin la conversión personal y en profundidad de todos los cristianos –obispos, laicos, consagrados y sacerdotes– es imposible la conversión pastoral. El testimonio de la comunión eclesial y la santidad son la única urgencia pastoral. Todos tenemos algo que ver en que la iglesia se esté desmoronando. Y no es cuestión de cimientos.

¡Ánimo y Adelante!

+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín

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