De vez en cuando caen en mis manos libros o cursos de ayuda personal, de cómo encontrar el propio yo, de equilibrios interiores o de caminos para la meditación o el silencio. La verdad es que cuando los leo me gustan sus obviedades y con una actitud ciertamente preocupada me encuentro reflejado, de alguna manera, en los déficit que plantea y las sencillas propuestas que aportan. Pero después de la primera y frágil lectura voy cayendo en la cuenta de los señuelos y las redes que te enredan y sin querer, como hipnotizado, te van llevando suavemente, como en una ensoñación a los campos del sosiego, la paz y la ataraxia.
Pero la vida no puede ser eso, una absolutización del egocentrismo: búsqueda insistente del silencio, imperiosos retiros en la naturaleza, desprendimiento total de lo sensitivo, huida de las tareas, conciencias unificadas, unidad en el vacío, y un largo etc. Al final, en mi estrechez de miras, me quedo con la sonoridad de las palabras y el ritmo de las pulsaciones de las frases que te enredan.
De joven, a finales de la década de los 70, hice un curso durante una semana titulado: “Meditación Trascendental Zen”, así, con toda las palabras. Lo impartía un religioso católico indio. La experiencia fue alucinante. Charlas, técnicas, nuevos rituales, ejercicios de respiración, mantras, y muchos intentos de vacío. En dos frases: huir de todo tipo de ansiedad y sufrimiento y búsqueda del maestro interior que llevo dentro.
Hoy día hay mucha gente, incluso católicos y consagrados, que siguen algunas de estas técnicas orientales o a algún tipo de maestro espiritual. Entre los famosos y el artisteo se lleva mucho el budismo y el hinduismo “light”, creado esencialmente para los occidentales. Todos sus seguidores se podrían encerrar básicamente en una tipología: personas que tienen más que asegurado el cuenco de arroz y que además de poseer todo lo necesario, viven insatisfechos. Por eso siempre hay un maestro, con un nombre que suena a “takatamanda”, que les reconduce la vida por pingües beneficios. No es que el cobre directamente, no, no, son los cursos, los retiros en lugares privilegiados de la naturaleza, las comidas vegetarianas y macrobióticas, o los libros con pensamientos de autoayuda. Camina, respira, hazte consciente, medita, escucha los latidos de tu corazón, danza con el mundo, evita todo tipo de influencias, desnúdate de toda institución y pertenece a esta red de amor universal.
Me cuesta imaginar a unos padres de familia, que tienen que trabajar, educar y sacar adelante a sus hijos, o a un cura que tiene que alentar una comunidad, animar unos grupos o escuchar a tiempo y a destiempo a muchas personas, o aun monje que tiene que trabajar para vivir y orar para y por los demás, que busquen dejar su mente en blanco en búsqueda de su propio yo. Es más me parece egoísta y una manera narcisista de estar siempre en el candelero.
En cambio sí que creo que debemos parar en algunos momentos de la vida para servir más y mejor…, pero como en el Monte Tabor, después de decir: ¡qué bien se está aquí!, se nos exige un descenso a la realidad de todos, al lugar de la entrega y el servicio desinteresado. Pues tengo claro que lucho para ser habitado (jamás por el inconsistente vacío) y no quiero convertir mi fe en una teoría abstracta que solo me comprometa conmigo mismo. Y si busco el silencio, como dijo San Juan de la Cruz, el que recrea y enamora.
¡Ánimo y Adelante!
+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín