In Al ritmo de los acontecimientos

Si uno mira la historia de la Iglesia descubre como en los momentos más difíciles hay mayor número de santos reconocidos. Surgen nuevas fundaciones e instituciones para responder a las dificultades del tipo que sean. Se ve que la gente se pone las pilas, y que el Espíritu actúa en aquel que sale de sí mismo y escucha su iniciativa creativa.

Yo creo que en este tiempo de cambios estamos rodeados de santos, de personas que se dejan llevar por la voluntad de Dios, que no se repliegan ante el desaliento y que confían a pesar que nos pueda rodear la oscuridad o las dificultades palpables.

Todas ellas son personas recias, imbatibles, esperanzadas porque saben de quien se han fiado y aunque la barca se tambalee por el efecto de las olas embravecidas, saben que el Señor va con nosotros, y aunque muchas veces parezca que va dormido, confían que, con el Señor de nuestro lado, todo, incluso lo que aparentemente es una derrota, será victoria.
Son personas sencillas, de nuestra tierra y de nuestro barro, pero tienen una iluminación especial en su mirada. Se sienten parte de una comunidad de hermanos, y no piensan tanto en ellos como en los que les rodean y en sus necesidades. Son para los demás y ejercitan el olvido de sí mismos por el bien de la comunidad, de los de cerca y de los de lejos, de los suyos y de los que los desprecian.

Nunca les hemos visto hablar mal de nadie, siempre buscando la comprensión o callando. Son personas que escuchan y acogen sin preguntar nada, que colaboran y regalan su tiempo y su vida, en pequeñas cosas, pero que nos hacen la vida más fácil, y a su lado sentimos una paz profunda, un agradecimiento sincero.

A muchos de ellos les hemos visto sumergidos en el sufrimiento y en una aparente desolación. Pero incluso al borde de la muerte siempre han mantenido encendida la llama de la esperanza, la que nos hace sabernos hijos de Dios y como niños nos acurrucamos en su regazo: “como un niño en brazos de su madre”.

También los hemos contemplado absortos en oración, en silencio reparador, con los ojos abiertos mirando en profundidad los acontecimientos, como Santa María, que se alimentaba viendo trascurrir la vida de su hijo Jesús y lo aparentemente extraordinario: la visita de los pastores, de los Sabios de Oriente, en el Templo donde lo creían perdido… y guardaba estas cosas meditándolas en su corazón.

Quizás estos santos y santas están junto a nosotros en nuestro banco, en la parroquia, celebrando la Eucaristía o los hitos más importantes de la vida: bautismo, confirmación, comunión, matrimonio, exequias…  y les hemos dado la paz con una sonrisa, sin saber con quién nos estábamos codeando. Porque la santidad, como Dios mismo, es sencilla, humilde, no se engríe, no lleva cuentas del mal, tiene paciencia, ama sin límites, no se alegra de la injusticia … En fin, todos podemos ser santos en zapatillas.

¡Ánimo y adelante!

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