En Al ritmo de los acontecimientos

No hay día que no abra los periódicos, que no escuche la radio o vea la televisión que no me entristezca por el acoso, a veces subliminal y otras, a boca jarro, sobre las noticias en contra de nuestra Iglesia. Pederastia, inmatriculaciones, apostasías crecientes, la baja de la religiosidad (pocos son ya los que practican) y el cuerpo resucitado y exaltado de Franco, nos hacen estar, y de mala manera, en el candelero.

Escuché una vez a un director de ejercicios espirituales que San Agustín murió con una tristeza profunda (deprimido, decimos ahora) porque veía cómo iba desapareciendo la Iglesia floreciente del norte de África, como así fue.  A veces cuando veo nuestra sociedad tengo la misma sensación con la Iglesia de la vieja Europa o con la vieja Iglesia de Europa. Y me entra la tristeza y la desazón porque no sé qué debo hacer. Muchas veces echamos agua en cestos, mantenemos insistentemente lo que sirvió en épocas anteriores y vivimos sin un proyecto claro de evangelización.

Rezar, confiar, mantener la esperanza, como lo único necesario, son las voces que oigo a mucha gente de buena voluntad. Y yo me pregunto: ¿No rezaba la iglesia del norte de África? ¿No reza la iglesia perseguida y martirial del medio oriente? ¿No rezamos nosotros porque siga habiendo una Iglesia viva y testimonial? Pienso que sí. Pero tenemos que salir del pasotismo, del individualismo religioso, de los caminos trillados… porque está naciendo una nueva sociedad, una nueva tipología del ser humano y debemos darle respuestas, desde Cristo, el siempre nuevo, el eternamente vivo.

Cuando Pablo escribe a la comunidad de Tesalónica, en el principio de la primera carta, les dice que está orgulloso de ellos y que son modelo de otras comunidades y solo por estas tres cosas: “la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor”. Quizás debíamos pensar un poco esto, que la fe exige actividad, que el amor exige esfuerzo y que la esperanza exige firmeza. Este mensaje, tan de los primeros cristianos, si lo hacemos vida nos sacaría de nuestra astenia, de nuestra flojera.

La desilusión, que forma ya parte de muchos cristianos y de sus sacerdotes, debía hacernos pensar más en los primeros evangelizadores y en las primera comunidades de creyentes en Cristo resucitado. Pensado desde ahora (y desde siempre, supongo) es una locura. Un pequeño grupo, especialistas sólo en su trabajo de supervivencia, de una tierra pobre, perdida en el mundo, no tanto en el Mediterráneo, se enfrenta a todo un imperio con una actividad desbordada, tesón y esperanza. Su sociedad no era mejor que la nuestra de la que tanto nos quejamos (es una manera de echar balones fuera) pero tan solo en los primeros treinta años de evangelización fueron capaces, sin ningún tipo de medios, sembrar comunidades en todos los puertos del Mediterráneo.

Ante esto me hago una pregunta clave: ¿Cómo es mi conocimiento y relación con Cristo que no me mantiene en una esperanza activa?

¡Ánimo y adelante!

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