En Al ritmo de los acontecimientos

Cuando el Papa Benedicto XV (sí, sí, he escrito 15, no 16)) ya que estoy hablando del 30 de noviembre de 1919, hace cien años, pues eso, cuando el Papa escribió la carta apostólica “Maximum illud” (Aspirad a lo mejor) se emprendió un movimiento misionero impulsado por la creciente proliferación de comunidades religiosas y de nuevos carismas a finales del siglo XIX y principios del XX.

Quizás, desde el tiempo de la primera evangelización apostólica y el gran impulso misionero del siglo XVII, no ha habido en la historia otro momento de tanto fervor misionero preocupado por llevar el Evangelio y el conocimiento de Cristo a tan inmenso número de gentiles, como decía el papa en aquella carta.

Ahora, cien años después, el Papa Francisco, nos quiere despertar el corazón somnoliento recordándonos que por ser bautizados somos también enviados. En el fondo, nos quiere hacer salir de nosotros mismos, de una religiosidad demasiado centrada y aletargada en la individualidad (yo, mí, me, conmigo) para salir a los caminos, para escudriñar las cunetas de la vida, para conversar sobre la fe, para vivir las actitudes pobres y desasidas de los peregrinos, para revitalizar los consejos evangélicos, para profundizar en el testimonio, para propagar que Cristo ha resucitado y nosotros somos sus testigos en medio del mundo.

Pues el mandato del Señor, antes de ir al Padre, fue claro y escueto: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15) y en otro pasaje dice: “Id y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19). Ahora bien, en nuestros procesos de fe, en nuestro crecimiento espiritual, solemos olvidar este último, y por tanto esencial, mandato del Señor, centrándonos más en mi propia salvación o simplemente en que me vaya bien la vida, según mis criterios, claro, aunque sepamos de memoria la jaculatoria: los caminos del Señor no son vuestros caminos.

Si eres una persona católica, es decir universal, no debes vivir encerrada en ti misma. No debes hacerte una religión a la carta cómoda y sin preguntas, porque la historia de la salvación comienza con dos preguntas: ¿por qué te escondes? y ¿dónde está tu hermano? No puede ser una casualidad que la Palabra de Dios nos invite a dar la cara y a preocuparnos por el hermano que acabábamos de asesinar a golpes de injusticia. Antes de eso, pregúntate, piensa, da gracias, mira a tu alrededor y sal de tu casa, de esa que nos hemos hecho a nuestra medida.

Este acontecimiento misionero no puede pasar inadvertido ni en nuestra vida pública ni en nuestros procesos interiores. Puede que releer la carta de aquel papa de hace cien años, llena de hermosas y actuales intuiciones, reavive nuestra fe, nos haga colaboradores de la misión y de los misioneros, nos invite a ser agradecidos, nos impulse más a levantar a los que están en las cunetas de la vida, nos haga salir del sedentarismo y caminar con esperanza y, sobre todo, nos haga más testigos de Aquel que, también a nosotros, nos ha enviado.

¡Ánimo y adelante!

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