En Al ritmo de los acontecimientos

No hago más que dar vueltas y vueltas sobre el presente y el futuro de la Iglesia. A veces duermo entre velado. Me agarro como a un clavo ardiendo a las palabras de Cristo: “buscad primero el reinado de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33). Todo este tiempo de obligado aislamiento ha sido como la búsqueda de una puesta a punto de muchos. Con nuestros lugares de culto cerrados hemos tenido tiempo y espacio para evaluar nuestra pastoral en el silencio, pues incluso algunos curas han utilizado sus templos para rezar y pensar mientras caminaban una hora diaria.

Algunas diócesis pequeñas y poco habitadas, con una población creyente mayoritariamente ya anciana (igual que los sacerdotes) debemos hacer restructuración de muchas áreas pastorales y de sus territorios. Nos enfrentamos a nuevos diseños y nuevos sueños, pero muchas veces nos sentimos bloqueados por el señuelo capitalista de la eficacia y la productividad, que nos puede. Somos hijos de este tiempo y tataranietos del evangelio.

El olvido de la frescura del Evangelio nos ha hecho caer a muchos, -obispos, sacerdotes, personas de vida consagradas y también al laicado- en una amnesia pastoral de los orígenes, ataviados por una estructura, que como hormigas hemos ido construyendo en el tiempo y, que pensábamos segura y casi eterna. La verdad es que llevamos años apeándola con remiendos y parches inservibles que lo único que hacen es alargar su agonía, antes del desplome total.

¿Por qué, si no, estamos tan circunspectos? ¿Dónde se encuentra el gozo de la novedad y creatividad de la vida en el Espíritu? ¿Por qué mantenemos esa tensión, algunas veces nada caritativa, entre unos y otros? ¿Somos hermanos o más bien parientes muy lejanos? ¿Por qué nos pueden las ideologías, por muy espirituales que parezcan, sobre el espíritu de Comunión? ¿Es que los dones del Espíritu Santo, que todos hemos recibido, no debían de modelar nuestras vidas? Este es el quid de la cuestión, el primer camino es volver a reconstruir nuestra existencia desde la eterna novedad del Evangelio de Cristo y de su Iglesia.

Pero antes que nada, despertemos del sueño, y rediseñemos nuestra vida: volvamos a la predicación evangélica, al aprendizaje de la sencillez de las parábolas, a los gestos de ternura y al servicio callado, al gozo interior que es gracia del espíritu, a tender las manos al que no nos comprende y revisarnos poniéndonos en su lugar, a sacudir el lastre del orgullo en cualquiera de nuestras manifestaciones, a la búsqueda del indefenso, del débil, del pobre en cualquier rostro de pobreza, … volvamos TODOS a la vida comunitaria, Cuerpo Resucitado de Cristo.

Y cada día, cuando oremos al comenzar la jornada preguntémonos en serio: “Señor, qué quieres de mi”, y antes de cerrar los ojos examinémonos tan sólo preguntándonos: “¿He servido o me he servido? Este es el mejor crisol para desechar cualquier señuelo. Y luego todo lo demás.

¡Ánimo y adelante!

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