En Carta desde la fe

 

Hace ya muchos años, un joven fue al huerto con su padre. Habían madrugado, pero hacía calor. El chaval repetía a cada momento: “¡Tengo sed!”. El padre no respondía. Tanto insistió el muchacho, que el padre lo miró, con una mezcla de ternura y severidad, y le dijo: “Hijo mío, si cada vez que sentimos sed, dejamos de trabajar, es mejor que nos quedemos en casa”. El chico continuó la tarea en silencio y no olvidó las sabias palabras de aquel hombre, que, sin ser pedagogo, sabía que su hijo no maduraría, si no aprendía a esperar.

Desde entonces, el mundo ha cambiado mucho, para bien y para mal. Generalmente, las familias tienen mayor poder adquisitivo, menos hijos y menos tiempo para estar con ellos. Además, vivimos en la sociedad de la prisa, la publicidad y el consumismo fácil. En este contexto, es más complicado enseñar y aprender a esperar; es más fácil que muchos niños, jóvenes y adultos nos convirtamos en dictadorzuelos caprichosos, con grandes dificultades para controlar la ansiedad, si no tenemos ¡ya! lo que nos apetece. Cuando no sabemos esperar, corremos el riesgo de no discernir con acierto lo que conviene, sufrir las consecuencias de decisiones apresuradas y llenarnos de cosas inútiles, que nos aburren.

Saber esperar es muy importante en todos los ámbitos: el crecimiento personal, el trabajo, las relaciones de pareja, el compromiso político, la misión apostólica, la educación y la dimensión espiritual. También la oración y el seguimiento de Jesús requieren sus ritmos: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra… La semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano” (Mc 4,26-28).

No se trata de una espera aburrida y pasiva. Esperamos gozando tantas cosas buenas, que el presente nos ofrece, y pregustando lo que está por venir, tal como expresa el Principito: “Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré”. Esperamos gozando y trabajando: “Esperaré a que crezca el árbol y me dé sombra; pero abonaré la espera con mis hojas secas. Esperaré a que brote el manantial y me dé agua; pero despejaré mi cauce de memorias enlodadas. Esperaré a que apunte la aurora y me ilumine; pero sacudiré mi noche de postraciones y sudarios. Esperaré a que llegue lo que no sé y me sorprenda; pero vaciaré mi casa de todo lo enquistado. Y al abonar el árbol, despejar el cauce, sacudir la noche y vaciar la casa, la tierra y el lamento se abrirán a la esperanza” (Benjamín G. Buelta, SJ).

En este Adviento, seguimos esperando al Salvador, pacientes, gozosos, laboriosos y orantes: ¡Ven, Señor Jesús! Os envío a todos un saludo muy cordial, en el Señor

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