En Carta desde la fe

 

Las personas y los pueblos han inventado «dioses tan aburridos como ellos, serios y formales faraones, atrapamoscas con sus tridentes de opereta… dioses egoístas y pijoteros que imponían mandamientos de amar sin molestarse en cumplirlos», como escribió el recordado José Luis Martín Descalzo. Así, se ha presentado a Dios como un aguafiestas, un personaje serio, adusto y solitario, que se complace en nuestros sacrificios y no tanto en nuestras alegrías.

Entre tantas imágenes distorsionadas de Dios, Jesucristo nos revela el auténtico rostro del Padre, un padre con corazón de madre, que quiere que todos sus hijos e hijas tengan vida, no una vida cualquiera, sino una vida plena, la vida eterna: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

Llama la atención que, según el Evangelio de San Juan (2, 1-11), Jesús comienza su ministerio público en un banquete de bodas, en el que convirtió agua en vino, para que pudiera continuar aquella fiesta. ¡Qué significativo! Alguien podría pensar que ese episodio fue una casualidad. Pero no, no fue un acto aislado. A menudo Jesús participó en fiestas y comidas con todo tipo de personas: gente mal vista, como publicanos y pecadores; hombres de buena posición, como los fariseos; y, por supuesto, con sus amigos y discípulos más cercanos.

Esta forma de actuar llamó mucho la atención, pues la mayor parte de los maestros y predicadores se mantenían alejados del pueblo. Algunos incluso vivían en el desierto, como Juan Bautista. Los fariseos criticaron a Jesús y se quejaron a sus discípulos: «¿Por qué come con publicanos y pecadores?» (Mc 2,16). El mismo Jesús fue bien consciente de estas acusaciones; por eso dijo: «Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19).

La vida de Jesucristo, el Hijo de Dios, lo deja bien claro: Dios no es un aguafiestas, sino todo lo contrario. Él instituyó el séptimo día para que pudiéramos descansar y disfrutar. A través del profeta Isaías, nos promete que nuestro destino final es la alegría de una fiesta eterna: «Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados» (Is 25,6).

Bienvenidas, por tanto, las fiestas, cuando nos hacen más humanos y nos arriman con alegría y gratitud al amigo de siempre y al que viene de lejos, cuando nos permiten descansar del esfuerzo diario, brindar por las cosas bellas de la vida y acercarnos al Dios que nos ofrece el vino bueno de la felicidad, la fraternidad y la esperanza.

Con mis mejores deseos para quienes celebráis las fiestas patronales en estas fechas, recibid un saludo muy cordial en el Señor.

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