In Carta desde la fe, Obispo de Teruel y Albarracín

 

La vida humana está construida sobre la esperanza. Sin ella no podríamos vivir. Siempre tenemos alguna esperanza: disfrutar de buena salud, tener suerte en la vida, alcanzar éxito profesional o deportivo, que un ser querido consiga trabajo, que llegue la paz a nuestro mundo… Pero existe, sobre todo, la que el papa Benedicto XVI definió como «la gran esperanza»; la de sentirnos amados siempre y con un amor incondicional, más allá de nuestras limitaciones e incluso de la muerte.

En efecto, como enseña la encíclica Spe Salvi (n. 26), «el ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,38-39)». Esta fue la experiencia del apóstol San Pablo, que él comunicó a la comunidad de Roma del siglo I y a los cristianos de todos los tiempos.

En Pascua celebramos que el Amor incondicional del Padre resucitó a Jesús, su Hijo, dándole una vida nueva. Celebramos además que, al haber sido alcanzados por este Amor, se afianza la esperanza en nuestros corazones, pues tal como el Papa Benedicto manifiesta, «quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que sería propiamente “vida”. Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza que hemos encontrado en el rito del Bautismo: de la fe se espera la “vida eterna”, la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces “vivimos”» (Spe salvi, 26).

La resurrección de Jesús nos asegura que el Reino de gracia y fraternidad que Él vivió y predicó no es una ilusión vana, sino una promesa garantizada por el amor fiel de Dios. Unidos al Resucitado, contagiemos la fuerza de esta «gran esperanza», que sostiene las pequeñas esperanzas cotidianas, más allá de los fracasos aparentes; trabajemos como Jesús y con Jesús para plasmar en nuestro mundo este Reino de justicia, paz y fraternidad, en el que todos los hombres y mujeres, de cualquier raza, pueblo y nación, puedan sentirse amados por Él y vivir como hermanas y hermanos; pues la esperanza en la vida eterna «no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio» (Gaudium et spes 21).

Feliz Pascua de resurrección, hermanas y hermanos. Aunque no estemos en el mejor momento, podemos experimentar y contagiar el Amor incondicional de Dios, que ahuyenta los fantasmas de la desesperanza y el sin sentido.

Recibid un saludo muy cordial en el Señor.

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