En el marco del Jubileo 2025 y con ocasión de la Solemnidad del Corpus Christi, Día de la Caridad, quisiera compartir una reflexión acerca de cómo abrir caminos a la esperanza.
Hoy parece más sencillo realizar un diagnóstico pesimista sobre el futuro que beber en la fuente de la verdadera esperanza, que es Cristo resucitado. Él, en su resurrección, nos ha anticipado el final de la historia: el amor vencerá toda forma de mal. Por eso, para nosotros la esperanza no es una utopía, sino que tiene rostro: el de Jesús de Nazaret. Él es nuestra esperanza (1 Tim 1,1), y cuando lo llevamos en el corazón se multiplican las posibilidades de contagiarla.
Si permanecemos en su amor, Cristo seguirá alentando los corazones abatidos. Por tanto, la expresión más genuina de la esperanza consiste en manifestar a Cristo mediante una actitud solidaria. En un mundo cada vez más marcado por la prisa, la indiferencia y el individualismo, la solidaridad se alza como un acto profundamente humano y evangélico; supone mirar a quienes Jesús miraba, con el amor que él lo hacía. Y esta forma de amar genera esperanza en quienes más la necesitan.
Para los hombres y mujeres que viven en los márgenes —en la pobreza, la exclusión, la soledad o la enfermedad—, la esperanza a menudo se vuelve frágil. Y es aquí donde la labor de Cáritas encarna esta solidaridad activa. No se trata únicamente de dar comida, techo o abrigo, sino de dar a Cristo. Es lo que hizo Pedro con un cojo de nacimiento que pedía limosna. Primero le dijo: «Míranos», porque es fundamental entablar vínculos verdaderamente fraternos, nunca verticales o desde la lástima. Recordemos que la lástima lastima cuando miramos con aire de superioridad. Por eso es tan importante no contemplar tanto en el otro sus carencias, sino su preciosa dignidad inviolable. Esa mirada transforma, porque reconoce lo sagrado en cada persona.
Y entonces Pedro añadió: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda» (Hch 3,6). Se produjo el milagro y quien pensó que no habría alternativa para él, comenzó a transitar una nueva vida, llena de posibilidades.
Hoy, más que nunca, necesitamos cultivar esta solidaridad como fuente de esperanza para que muchos caminen por su propio pie. La esperanza se siembra con hechos. Por ello, cuando Cáritas tiende la mano, no solo asiste y promueve: testimonia que el amor de Dios posee una fuerza transformadora, que nadie está condenado a la desesperanza, y que la fraternidad es la única respuesta válida a la emergencia social de un mundo hambriento de esperanza.
¡Gracias a todas las personas adultas y jóvenes, voluntarias, trabajadoras y donantes de Cáritas Diocesana de Teruel y Albarracín, por cultivar a un tiempo la caridad, la fe y la esperanza!