En Al ritmo de los acontecimientos

En noviembre del año 1992, el Movimiento Internacional del Apostolado de los Niños organizó un encuentro de Niños Trabajadores, durante el mes de noviembre, en la Antigua, de Guatemala.  Participaron un centenar de niños de toda América del Sur y Central.

Bernardo era un niño de la calle de Tegucigalpa, la capital de Honduras. Es decir: sin familia, sin hogar, sin protección y sin educación, pero con unos ojos vivos y radiantes que lo escrutaba todo. Creo que tenía unos 9 años, no lo podría certificar, estaba todo el día pegado a mí. Su negocio era vender paquetitos de sal en el mercado, cuyas ganancias le daban para mal comer y para invertir al día siguiente en más sal.

Estuvimos comiendo todo un mes, tanto para el almuerzo como para la cena un puñado de arroz y unos pocos frijoles cocidos, plato único. Bernardo repetía siempre, incluso hasta dos veces (yo no lo hacía por vergüenza). Daba gusto ver como saboreaba el alimento. Yo le decía: “Bernardo, te va a hacer daño”. Y siempre contestaba: “No padrecito, es comida”.

A Bernardo le dijeron sus colegas de calle que no fuera al encuentro internacional, que era una trampa para traficar con sus órganos, que le matarían  y se los pondrían a niños ricos. El me lo contaba mientras nos sentábamos al sol en los descansos del encuentro. “Entonces, ¿Por qué viniste?” le pregunté, “Porque no tenía nada que perder”, me contestó.

El último día hicimos fiesta. Al puñado de arroz le añadieron una pequeña tajadita de gallina. El otro niño que se solía sentar a mi otro lado, un poco más mayor, era James, del Cerro de San Miguelito de Panamá, rodeado totalmente chabolas. Cuando vio el trocito de gallina (más piel y hueso que carne) me dijo: “¡Padre, nos han puesto pollo como en Navidad! ¿También los niños en España comen pollo en Navidad?”. Tardé unos segundos en contestar: “Sí, James, sí. También los niños comen pollo en Navidad”.

Los comercios de la zona libre del aeropuerto de París derrochaban luz, brillos dorados y plateados y delicatesen de todo tipo. Con mi mochila al hombro no podía dejar de pensar en Bernardo y James, mis compañeros de mesa durante 28 días, y en el plato de plástico rallado de arroz y frijoles. Y el fin de fiestas con el minúsculo trozo de gallina “navideña”.
Últimamente, frente a mi casa (la última de hace unos días) veía a personas de todas las edades hurgar en los contenedores de la puerta del supermercado para recoger productos caducados, verduras que han perdido el frescor y frutas que han comenzado a pasarse en algún punto. Mientras, otras personas salían del mismo centro con bolsas de plástico cargadas hasta los topes.

El lema de este año de Manos Unidas resumido en “No más comida, más compromiso”, sin querer, me hace pensar en el pequeño que tenía cinco panes y dos peces y que Andrés presenta al Señor, ante tanta gente que no tenía que comer. Pero nosotros podemos aún ser como Felipe, que pensaba sobre todo en el dinero y no tanto en la entrega. O como aquel Joven Rico que no quiso compartir su hacienda y seguir al Señor. Son dos posturas raquíticas pero muy razonables.

Siempre es tiempo de conversión y más ante la miseria de los que viven en el descampado de nuestras sociedades opulentas, que ahora no dejan ni las migajas bajo la mesa, de aquel rico del pobre Lázaro. Pero en nuestro interior, si queremos oírlo, seguirá Jesús diciéndonos: “Dadles vosotros de comer”.

+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín

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