Parece que arropados en el cobijo de la noche es cuando el alma se confía al amigo y le descubrimos nuestra verdad. Y más si prevemos que se acerca el final de nuestros días, que estamos tocados por la mano misteriosa de la muerte.
A un salto de mata de lo que iban a ser las grandes fiestas de Pascua, Jesús decide adelantar la Cena de la Liberación, aquella en la que toda familia judía se reunía para hacer memoria viva de la salida de Egipto, de un pueblo esclavo, hacia la Tierra Prometida, la de la libertad, donde manaba la leche y la miel.
Sólo en aquel momento de intimidad, en una comida de despedida, podía hacer resumen de lo que había sido su vida y de todo aquello que les había querido enseñar con sus actitudes vitales, sus palabras y sus signos del reino, durante tres intensos años de predicación.
Y dio al rito de la antigua cena un sentido nuevo que resumió magistralmente en tres momentos, que no solo se marcaron a fuego en la retina de aquellos asustados muchachos, sino también en el corazón. Aquellos latidos han sido y son los pilares de la Iglesia hasta nuestros días.
Quiso dejarles claro, lo que tantas veces había insistido en sus andanzas por tantos caminos y pueblos, que el que quiera ser el primero sea el servidor de todos. Es el sentido de la encarnación, de su ser uno de tantos, no aferrándose a su categoría de Dios. Y se puso a lavarles los pies como un esclavo. ¡Es un trasgresor!
Y al final de la cena, antes de la bendición, como el padre de familia, tomó el pan ázimo y lo repartió y en cada trozo iba su cuerpo, el que ellos conocían, cuerpo que sufre, que ríe, que llora, que se cansa, que se alegra, que se asombra, que se entristece…, ¡toda su existencia! Y después la cuarta copa de la cena, aquella que anunciaba la vuelta de Elías y los tiempos mesiánicos y les dijo: es mi sangre (como aquella del cordero) es el sentido de mi vida entre vosotros, porque en mi se cumple la era mesiánica esperada por tantas generaciones.
Y cantaron el gran himno Hallel, el salmo 136: “Alabad al Señor, aclamadlo… porque es eterna su misericordia” y salieron, donde tantas veces se habían ido por la noche, o al amanecer, a rezar con Jesús, a Getsemaní, al huerto de los olivos. Allí se culminó la entrega. Allí pudo más la voluntad de Dios que su propio deseo: “si es posible, Padre…” No podía ser de otra manera, quien viene de Dios a Dios vuelve. Ya lo anunció él unos momentos antes: “Amaos como Dios os ama”. La medida es divina, lo demás es quedarse a medias tintas.
¡Ánimo y Adelante!
+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín