En Al ritmo de los acontecimientos


Queda todavía un mes, pero muchos me dicen que me marche fuera de la ciudad durante las fiestas del “Ángel” de Teruel, allá por la primera semana de julio. Dicen que los jóvenes pierden el norte y parece como si los vikingos hubieran arrasado la ciudad y otros dicen que las calles huelen a las bacanales romanas, como si ellos hubieran estado en ellas.

Vivimos la época del “hombre consumista” (homo consumens). Ya hace unos años, algún filósofo ha dicho que la sociedad ha sustituido el “pienso, luego existo” por el “consumo, luego vivo”. Y las ofertas del mercado no son sólo objetos, sino también maneras de divertirse, bazofias morales, sentimentalismos religiosos, colonizaciones mentales… Lo importante no es profundizar sino hacer zapping (como cuando cambiamos de canal constantemente en la televisión, sin pararnos en nada, sin escuchar nada, sin contemplar nada. Sólo consumir imágenes y sonidos). Antes, cuando vivíamos con lo elemental sacábamos el máximo jugo a las cosas. Saboreábamos las comidas del domingo (arroz con pollo) como un manjar que nos sacaba de la rutina de todos los días. Estrenábamos una camisa, o unos calcetines como el que se viste de rey. Jugábamos con un sólo juguete o lo construíamos con una única caja…

Hace pocos años, en las encuestas realizadas a la población joven de España, ellos mismos afirmaban que su identidad estaba marcada por el consumismo y el despilfarro. El culto desenfrenado al dinero es el primer mandamiento del sistema permisivo de occidente. La afirmación “tener un buen nivel de vida” responde a ser autónomos respecto a los padres y de cualquier tipo de institución (la Iglesia era valorada hace 20 años por el 16% de los jóvenes como el espacio donde te ayudan a interpretar el mundo y la vida, y hoy por un 2,3% de los jóvenes). Y ser autónomo es poder tener suficiente dinero para gastar y disfrutar sin cortapisas. El despilfarro es producto del vacío interior, del sin sentido de la vida. Dejarme alucinar por las cosas –o las personas– y poseerlas, para cansarme de ellas y buscar ansiosamente otras. Las empresas saben de esta necesidad de cambio como catarsis, y se aprovechan de ello. Cambio exterior sin implicación interior.

La noche es el sacramento de la mayoría de los jóvenes, como tierra de liberación, expresada en la camaradería y el ligue, el alcohol y la música como culto al cuerpo. Señor, ¡cuánto culto al cuerpo! La noche es el momento donde no son vigilados y uno puede ser uno mismo, aunque no se den cuenta que también están manipulados por el comercio y el automatismo. Esta generación será la primera con problemas de alcoholismo de nuestra historia. Un problema más grave que el de las drogas duras, aunque el consumo habitual de alcohol y tabaco desemboca con más facilidad en el consumo de drogas. Algunos datos: dos tercios de los jóvenes consumen habitualmente alcohol, casi la mitad, tabaco y alguna vez cannabis (porros) y un tercio consume alucinógenos: cocaína, anfetaminas… y heroína.

Aunque parezca todo fiesta y bullicio. Aunque los jóvenes crean en su autenticidad, apertura, rebeldía y desparpajo, también reconocen que su vida es compleja y atormentada. Son muchos los trozos de espejo en donde mirarse y sólo pueden asumir unos pocos. Vivir siempre en pura exterioridad, preocupados por el escaparate, deja un amargo vacío en el corazón de muchos de ellos. Las instituciones (al contrario que las multinacionales) han enterrado ya su hacha de guerra. La familia –también perdida en la vorágine de esta sociedad– permite todo porque no quiere problemas con los hijos. El mundo de la enseñanza –que nunca ha estado tan preparado como ahora– quema los barcos antes de entrar en batalla. La Iglesia –que nunca ha tenido más planes pastorales– es incapaz de comunicar una buena noticia que se fundamenta en un diálogo, pero que hoy no se lleva ni preguntarse ni responder, y menos pertenecer a un club que tiene exigencias personales y comunitarias. No podemos ser ni idealistas, ni añorar el pasado, esta sociedad, y los jóvenes en ella, camina, se mueve, busca su identidad en un momento clave de cambios.

Los jóvenes no son alguien que tengamos que llevar a nuestro molino, sino que están con nosotros para compartir la vida. Aunque sea difícil, crear cauces de diálogo, referencias de encuentro, no tiene por qué ser imposible. A los adultos, que también hace tiempo que perdimos el norte, nos toca acompañar a los jóvenes con respeto hacia otro horizonte en donde nos podamos mirar a la cara y no quede el espejo hecho añicos.

¡Ánimo y Adelante!

+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín

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