Cuando el verano explota en un calor inmisericorde, las noticias siguen apedreándonos con guerras sin sentido a lo largo de nuestro planeta tierra, si es que alguna vez fueron las guerras razonables. Las pantallas de nuestros televisores nos llenan las retinas y el corazón de muertos. Heridas abiertas llorando suspiros de desconsuelo.
Esta guerra que es mundial, dosificada en pequeños territorios, nos la quieren hacer tragar como inevitable. ¡Será posible! Si esta guerra es inevitable ¿a qué dedican su tiempo los políticos de altos vuelos y las múltiples instituciones internacionales de derechos humanos, de concordia entre los pueblos, de organización de las naciones…?
Si no se puede parar la guerra, si no podemos paliar el hambre, si la injusticia social acampa por sus fueros, si el terrorismo se internacionaliza y todo lo vemos ya como inevitable, ¿cuáles son entonces las legítimas esperanzas de la humanidad?
Porque abramos los ojos, ¿cuáles son los intereses de esta guerra de guerrillas? No se hace una guerra por principios morales, por derechos humanos, por cuestiones relacionadas con la ética… esta confrontación atomizada en infinidad de frentes está motivada por razones económicas y de estrategia de la mal llamada política. ¿No pensáis que si fueran otras las motivaciones de los poderosos no habría tantas dictaduras y populismos, tantas injusticias sociales, tanta hambre el mundo, tanto integrismo, tanta degradación del medio ambiente, tanta falta de imaginación internacional y, ahora sí, política? Y nosotros nos mantenemos indiferentes, sin saber lo que nos viene encima. Pues cada vez que un hermano nuestro muere injustamente, se sumerge más en la ciénaga toda la humanidad.
Los que soñamos con un siglo XXI ¡más humano!, nos mordemos las uñas como principio de autodestrucción caníbal, al descubrir que con estas guerras se producirán miles de muertos, heridos y desplazados, como siempre inocentes; crecerá más el precipicio entre el mundo occidental llamado cristiano y el oriental islámico, acrecentándose más el odio en los corazones de sus habitantes; que los fundamentalistas de cualquier raza, religión o sistema se mantendrán más en sus trece azuzándonos en el espíritu de la desconfianza y de la cruel violencia. ¡Viva la confrontación!
Por otra parte, si la guerra llega –perdón continúa, pues dicen que como nunca se firmó la paz cuando la Guerra del Golfo, esto no era más que un alto el fuego, ¡qué cinismo de derecho internacional!– digo que si la guerra renace tras las resoluciones de las Naciones Unidas, nos tendremos que poner más que colorados al descubrir que según de quién se trate medimos con un doble rasero ¿O no hay también resoluciones respecto a Israel y Palestina, que duermen el sueño de los juntos, y aquí no pasa nada?
Y repito, ¡aquí no pasa nada! Pero en el duermevela de nuestras conciencias comenzamos a desazonarnos ante el despertar de la violencia que como un cáncer rabioso se presenta como la metástasis cercana de aquellas guerras en tierras lejanas que contemplamos apaciblemente tras las imágenes de la televisión, en la sala de estar de nuestra casa, pero… ¿si nos estalla la pantalla en la cara?
El anciano Juan Pablo II sacaba fuerzas de la debilidad al gritar estas palabras al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede el día 13 de enero de 2003: “¡No a la guerra! La guerra es siempre una derrota de la humanidad. El derecho internacional, el diálogo leal, la solidaridad entre los Estados, el noble ejercicio de la diplomacia, son los medios dignos del hombre y las naciones para solucionar sus contiendas.”
Y los políticos, –también los nuestros– siguen mareados invocando y convocando al espíritu de la guerra, quizás sin saberlo, en este tapete de adivinación que es la tierra. Se me imagina como un aquelarre que baila al son que marca el Gran Macho Cabrío, donde el miedo se apodera de los corazones de la gente sencilla que desea vivir feliz y en paz. Pero la paz permanece agazapada bajo las sombras de la fatalidad.
Al final… quedan los espacios vacíos cargados de recuerdos, como agujas en la memoria que la obligan a permanecer despierta. Quedan las ruinas, la caja del despojo, marcada a fuego en la retina, mientras lentamente desaparecen las civilizaciones y la cordura. Y las palabras colgadas en el tiempo inmóvil, como a la fuerza, sin resonar ya en los oídos. Y las lágrimas en los rostros, arrastrando la alegría y emborronando los paisajes familiares… y los niños…, los niños deambulando entre sus muertos.
¡Paz y bien!
¡Ánimo y Adelante!
+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín