Estos días de independencias y de horizontes electorales, bastantes próximos, nos hemos pegado una sobredosis de buenas intenciones, de promesas reinterpretadas, de afirmaciones contundentes, de palabras medidas y expresadas con demasiada quietud, intentando no herir a nadie… Pero y nosotros ¿a quién creemos? Escuchas a unos y a otros y aunque te encuentres entre demasiadas diferencias en sus discursos, aunque se lancen datos de diversas maneras interpretados, aunque desde tu punto de vista te caigan más razonables las palabras de unos que de otros, aunque te hayan metido en un bucle de frases hechas que sirven para todo… al final, ¿en quién creo? ¿En quién puedo reposar mi confianza? Este es un problema que me exige un ejercicio de discernimiento.
Me pregunto y ordeno mis ideas para no ser superficial. Esto me permite encontrar respuestas que me hagan comprender lo que nos pasa, a mí y a los demás, y hacer un esfuerzo para salir de la ingenuidad y entregarme a la búsqueda de la verdad. Cuanto más comprenda el sentido de la vida menos seré manipulado.
La palabra “creer” forma parte del lenguaje corriente. Cuando decimos: “creo que mañana hará bueno”, no es más que una simple hipótesis que afirmo sin ninguna consecuencia. Pero si digo a un amigo: “creo lo que me dices” significa que comprometo mi confianza en el peso sus palabras. Es la relación con esta persona lo que está en juego: “creo en ti”. Tener fe también es confiar, fiarse de alguien. Y creer en Dios es darle nuestra confianza, contra viento y marea.
La Biblia narra diferentes historias de personas que han confiado en Dios y han comprometido su vida: Abrahán, Moisés, María…, por ejemplo. Porque se fiaron les cambió la vida y recorrieron caminos insospechados, curiosamente no para su beneficio, sino para salvar a los demás. Porque escucharon, descubrieron la llamada a vivir de la misericordia de Dios. Porque se entregaron en cuerpo y alma se metieron de lleno en la inquietante aventura de la fe que, de diversas maneras, nos toca y trastoca el corazón.
Ahora escucharemos muchas palabras, los representantes políticos están llenos de ellas, y demasiadas promesas. Pero el peso de las palabras lo da la vida, la vida del que las pronuncia, la vida del que se las cree, la vida del que las cumple. Y la vida o está cargada de esperanza o es una vida muerta. Y la vida o es para todos o construye monstruos. Y de esto sabe mucho la historia. Quien divide, quien enfrenta, quien sospecha, quien hace de su capa un sayo, quien no tiene en cuenta a todos y sólo a los suyos… no puede guiar a su pueblo.
Cuánto nos enseñan los grandes creyentes. Aquellos que han creído en la Promesa, con mayúsculas. Aquellos que no se han vendido a nadie y en libertad han entregado la vida. Aquellos que en la cúspide de sus ideales han colocado la Misericordia, es decir, el amor, el perdón, la ternura, la acogida, el servicio… palabras con peso, que posiblemente se hayan perdido en el último puesto de la jerarquía de los valores.
¡Ánimo y Adelante!
+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín