En Al ritmo de los acontecimientos


Si alguno de vosotros habéis tenido la oportunidad de participar en alguna Jornada Mundial de la Juventud, nunca olvidaréis el esfuerzo que muchos jóvenes y familias hacen para la acogida. Como abren las puertas de su casa –en algunos casos sin conocer ni el idioma– y de su corazón a los jóvenes que llegan. Las parroquias, los colegios, los movimientos y asociaciones de las diócesis se llenan de actividades y celebraciones para mostrarnos lo mejor de cada uno de ellos, de su tierra, de su pueblo: de su Iglesia. Muchos jóvenes me decían: entendemos ahora lo que es la Iglesia católica.

Cuando ves el esfuerzo de tanta y tanta gente que, de manera generosa y gratuita, entrega su tiempo, sus cualidades, su dinero y su vida por los demás… descubres la fuerza de Iglesia. Cuando semana tras semanas ves cómo se organiza en los diferentes grupos la vida de una parroquia, de un movimiento, de una asociación… sientes el palpitar de la Iglesia. Cuando conoces el esfuerzo de tantos profesores y familias para que sus hijos tengan una educación que responda a la concepción que ellos tienen de esta vida, que trasciende estos muros visibles… descubres los horizontes de la Iglesia. Cuando, como en un susurro, sientes la vida contemplativa de oración, trabajo, silencio… se revela el alma de la Iglesia. Cuando observas a cantidad de voluntarios que dan su tiempo para los más desfavorecidos… sientes la “diaconía” de la Iglesia. Cuando conoces a pequeñas comunidades de personas consagradas a la vida fraterna dedicando su vida a la misericordia… evocas los comienzos dela Iglesia.

Algunas tardes escucho desde mi casa ensayar al coro de jóvenes, en el pasillo de abajo del obispado, esto me ofrece la posibilidad de no sólo imaginarme la Iglesia sino palparla en profundidad. Nuestra Iglesia, comunidad de creyentes, como una gran puesta en escena canta y toca para sí y para los demás. Y las notas y matices diferentes, las síncopas, los contrapuntos y los ritmos a contratiempo, encajan a la perfección en el todo, en la fuerza de la disciplina y la obediencia, en la belleza sinfónica de la obra bien hecha.

No se me ocurre ahora mejor imagen para comprender la Iglesia y la diócesis. Nosotros en Teruel y Albarracín, con una dilatada historia de Iglesia diocesana, con un patrimonio tangible de siglos –tanto espiritual como artístico–, con familias enteras que han sido y son testimonio visible de la autenticidad de una fe trasmitida como el mejor tesoro de padres a hijos, nosotros, no podemos dejar perder esta herencia que nos dignifica, nos libera y nos hace salir de la superficialidad para vivir con la dignidad del que cree en Dios y en el hombre, tan juntos como el mismo Cristo. En Dios para sostener mi frágil andamiaje y poder salir de mi única visión de las cosas, en la humanidad para mantener unidos la creación y la fraternidad universal.

En estos días hemos sensibilizando a nuestras comunidades sobre la vida y la economía de la diócesis. Pero tan importante como el donativo es necesario que revisemos el testimonio personal y comunitario. Como los primeros cristianos debemos seguir caminando hacia la comunión: un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo corazón. Creer en el Señor, orar y celebrar la Eucaristía, escuchar a nuestros pastores, permanecer unidos y poner nuestros bienes en común, no sólo será beneficioso para nuestra Iglesia diocesana, sino también para todos aquellos que estén necesitados a nuestro lado o en tierras lejanas, porque sólo de esta manera podrán seguir diciendo: ¡Mirad cómo se aman!

¡Ánimo y Adelante!

+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín

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