Las cabalgatas fueron el broche final de las navidades, y cuántos ríos de tinta han generado y, según algunos, tantos disgustos, pues hace tiempo que no son lo que eran. Poco a poco, los regalos se mostraban envueltos en los logotipos de los grandes almacenes o de las áreas comerciales. Poco a poco, fueron completando la comparsa con personajes de los cuentos infantiles y más tarde con los de la última película de Disney o los superhéroes de comic, o los grandes inventores. Poco a poco, las luces y el colorido de las carrozas de los Reyes Magos no se diferenciaban en nada de las de los carnavales de Rio de Janeiro para sus Reinas de la Noche (con su cartel luminoso de la multinacional que lo subvenciona). Y al final, para estar con todos, poco a poco, cerraba la comitiva un flamante Papá Noel, que era la última imagen que se llevaban los niños a casa. ¿Por qué ahora hay gente que se rasga las vestiduras? Si se veía venir, “de aquellos polvos estos lodos” que explica la Real Academia de esta manera: “la mayor parte de los males que se padecen, son la consecuencia de descuidos, errores o desórdenes previos, e incluso de hechos aparentemente poco importantes.”
La cabalgata nació de la representación del misterio de la Epifanía por el pueblo católico sencillo. Del mismo modo que nacieron las procesiones de Semana Santa, los belenes vivientes, los viacrucis en las calles… Cuando las parroquias y comunidades creyentes dejaron en manos de los ayuntamientos la preparación de estos “misterios”, lo normal es que los alcaldes y ediles piensen en todos y den gusto a todos. Así debe ser, para todos. Pero quizás, debían surgir en nuestras comunidades un deseo ferviente de adorar juntos al Niño de Belén. Salir de nuestras parroquias con un candil encendido y dirigirnos a la catedral, la iglesia madre, y postrarnos ante el Niño-Dios. O si no, preparemos con nuestras familias, con mucha sencillez, la cabalgata lo más evangélica posible, es decir, con ángeles anunciadores, estrellas, Tres Reyes, pastores, lavanderas y leñadores, ovejas, caballos y asnos, ocas y patos, gallinas, pollos, conejos, (aunque sean de peluche, lo otro sería maltrato animal) y cestos con frutos, en carros y carretas, jóvenes y adolescentes vestidos de belemnitas, y al final la adoración del Niño, donde se regalen a todos los niños que se acerquen caramelos a puñados. Y gustará tanto que, por su rareza y singularidad, le darán el carácter de “Fiesta Turística Nacional”. Y a comenzar de nuevo.
Pero por fin, la semana pasada, con la fiesta del Bautismo del Señor, terminamos las navidades y se acabó la parafernalia. De repente, de los pastores y los Sabios de Oriente adorando a una preciosidad de niño, hemos pasado a un Jesús adulto, con unos treinta años y rodeado de pecadores. La cosa cambia bastante. Se produce como un travelling cinematográfico, desplazándonos la cámara a otra imagen radicalmente distinta. ¡Adiós dulce Navidad! Pero las aguas del Jordán nos impiden dar rodeos, y la imagen de Jesús entre los pecadores, como uno más, si lo pensamos un poco, rechina en nuestras retinas. Y es que la aventura de ser hombre tiene lugar entre luces y sombras, como bien sabemos. Y la figura del hijo del hombre se hunde en las aguas y toca fondo, para salir reconocido como el Salvador entre aquellos que tanto tenían que sanar. Por si nos habíamos embobado, comienza la realidad, un nuevo cambio de agujas: el tiempo ordinario.
¡Ánimo y Adelante!
+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín