Todos comunicamos lo que somos: en nuestras palabras, en nuestros gestos, en nuestros silencios, en las miradas, en lo que trabajamos, en las preferencias de lo que buscamos… Muchas veces las personas que nos rodean nos conocen mucho mejor que lo que nosotros pensamos conocernos, porque nosotros pretendemos dar una imagen que la mayoría de las veces se desmorona, porque muchas veces no acabamos de querernos, de comprendernos o no encontramos nuestro sitio y deseamos reflejar la felicidad, la intelectualidad, o la bondad de la que a veces carecemos. Somos muchos trozos contrapuestos y siempre buscamos y luchamos por la unidad.
Pues la fe unifica. La referencia al Absoluto nos pone en nuestro lugar y nos lleva, desde el reconocimiento de lo que somos, por los caminos de la felicidad y de la esperanza. No sé si lo habrás pensado alguna vez, pero esta es la tarea del catequista, de los cientos de catequistas que pueblan nuestra geografía diocesana, llevarnos al conocimiento de Dios, de su Hijo Jesucristo, de la gran familia de la Iglesia. Es una de las más grandes y maravillosas de las aventuras. La iglesia nunca debe olvidar la dedicación desinteresada de todas estas personas. Ellas acogen a nuestros niños y adolescentes y con mucho amor y buena voluntad dedican horas y horas a conmover el corazón y a abrir la mente a la realidad de Dios.
Etimológicamente, la palabra catequesis o catequista, significa hacerse eco, de aquello que yo creo y vivo en el seno de una comunidad. La vida del catequista es el verdadero libro del catecismo, todo lo demás son soportes, que deben apoyar su palabra, más que distraer o rellenar el tiempo. Un buen catequista es el que trasmite la fe, como lo hicieron nuestros padres y nuestros abuelos. Cada vez que la catequesis copia los sistemas educativos de la enseñanza, más los niños equiparan a Jesús con Buda, Julio César o Napoleón, es decir un personaje más de la historia. Pero si el catequista les habla de su experiencia de Dios, se hace eco de la presencia de Jesús, el Señor, en su vida, entonces, se convierte en un verdadero testigo. En ese momento los libros se caen de las manos y surge la fascinación de la fe. Y el rostro del catequista y sus palabras trasmiten la presencia del Resucitado.
Muchas veces pienso que los creyentes no valoramos suficientemente esta hermosa tarea, ni a las personas que la llevan a cabo. Tampoco les cuidamos para que saquen lo mejor de sus vidas y sepan adecuarse a los cambios de la cultura y de la sociedad. Educar en la fe no será tan difícil si cada uno con gozo, sin imponer, sin empujar, sin intentar vender nada, ofrece su experiencia de encuentro con el Señor de la Vida y de la Historia, como lo hicieron los primeros cristianos en los balbuceos de la Iglesia después de la resurrección de Cristo. Confundir integridad con integrismo, es un mal servicio a la Iglesia porque la fe no me pertenece, es la herencia de todo el Pueblo santo de Dios. Mis ideas, mis experiencias personales, mis dudas de fe o las experiencias místicas que haya podido padecer han de pasar por el crisol purificador de la comunidad cristiana para no predicarme a mí mismo. La comunidad, la Iglesia, nos integra y nos unifica, y es nuestra seguridad.
¡Ánimo y Adelante!
+ Antonio Gómez Cantero
Obispo de Teruel y Albarracín