Cuando las hermanas me hablaron de su proyecto, se me llenaron los ojos de ilusión y el corazón de esperanza. Ellas veían la mano de Dios en todo ello y yo también. Nuestra conversación estaba llena vida, de proyectos de futuro. Y ellas podían seguir viviendo su carisma.
La casa es hermosa. Un magnífico edificio que habían remodelado en su totalidad para acoger a estudiantes universitarias. Finalmente quedó vacío. Las jóvenes preferían vivir mejor en pisos que en una residencia. Las idas y venidas para sacar provecho y rentabilidad al inmueble recién restaurado les ha llevado por caminos de sufrimiento: que si un hotel, una residencia de ancianos, una fundación… pero ellas, que habían nacido para estar con los pobres y ayudar a los más necesitados no veían la viabilidad. Necesitaban dinero para sus obras caritativo-sociales.
Un día se acercaron las hermanas responsables para hablarme de un proyecto. Yo no hice más que insistirles: ánimo y adelante. Se veía en sus miradas y en la alegría de sus palabras que habían dado con la clave para responder a los pobres ofreciéndoles lo que tenían.
Fue todo acelerado, como la urgencia de la evangelización, con suma rapidez se buscaron y contrataron a veintidós chicas de la ciudad, profesionales en la acogida y en problemas sociales. No querían voluntariados, querían tener la certeza de que las personas que les iban a ayudar sabían lo que hacían. La comunidad, de cuatro Hijas de la Caridad, se amplió a siete.
Ahora, en la antigua casa vacía hay treinta y cuatro mujeres y doce bebés. Inmigrantes, de distintos países subsaharianos. De los que han pasado en pateras el estrecho, quizás dejando grandes deudas a las mafias. Las hermanas luchan diariamente por servir calladamente. Por respeto a esas cuarenta y seis personas no desean ningún tipo de propaganda. Quizás siguen a pie juntillas la frase que se atribuye a su fundador San Vicente de Paul: “La caridad no hace ruido y si hace ruido no es caridad”.
Yo les sigo de cerca. La casa está llena de vida. La tarea no es fácil. Son mis vecinas, nuestras puertas están en frente, a tan solo veinte metros. Esta mañana he tomado el café con ellas. Desde el 20 de agosto están que no paran. Se les ve felices, saben que han acertado en la misión. Yo también participo de su contagiosa alegría y veo que este es un camino de iglesia, pues hay tantos nidos abandonados que llenar, antes que se desmoronen.
¡Ánimo y adelante!