En Al ritmo de los acontecimientos

Esa cruz en lo alto del risco, al borde del precipicio de piedra roja, me tiene fascinado, y me impide pensar, simplemente observo en silencio. Me quedo mirando ensimismado y me corre por la cabeza como un latigazo el pensamiento del hermano Rafael, el santo oblato trapense: “Solo Dios”.

Cada vez que hago ejercicios espirituales, me digo en el trascurrir del primer día: ¿Qué pinto yo aquí con lo que tengo que hacer? Después comienzo a razonar que me vienen bien unos días de silencio, sin móvil, apartado del mundanal ruido, a ver si así recoloco un poco la vida.

Allá, por la ermita del pastor, una nube ha quedado atrapada en las copas del bosque de pinos que rodean el Monasterio Mercedario de Santa María del Olivar. Me quedo absorto, con una respiración muy lenta, contemplando como la nube se convierte en niebla y desaparece. En ese momento ya no recuerdo nada de mis tareas pendientes y creo que es el momento de retomar la vida.

Pero en realidad no ordeno ni una sola pieza de este desordenado puzle que llevo a cuestas. Porque ¿a qué he venido en realidad? Los propósitos se arremolinan colándose por la fina apertura del tiempo de un reloj de arena. Como siempre se fulminan y desaparecen. Unos pájaros se persiguen revoloteando en lo alto de un ciprés. Dejo de pensar y mi mirada juega con ellos.

Año tras año, rastreo, mido, observo las huellas de Cristo en los textos evangélicos, escucho y tomo apuntes, paso unos buenos momentos de oración meditativa, celebro la eucaristía, me confieso… pero los sentimientos religiosos no tienen por qué llevarme a la conversión. De hecho, no lo hacen.

Desde la altura de mi balcón contemplo la naturaleza tras la lluvia casi otoñal que ha caído. La humedad refresca el ambiente. Los pinos, los olivos, los cipreses, tienen un brillo especial, los álamos que rodean el riachuelo dejan mecer sus hojas suavemente por el viento. ¡Ven Espíritu divino! Pero me niego a dejar de pensar en mí mismo. El director de ejercicios camina con nosotros, nos conduce y nos presenta a Cristo con una fascinante simplicidad. Ya no hay huellas sólo presencia. Ya pasó el tiempo de la búsqueda, nos queda elegir acompañarle, reconocerle y amarle. Todo lo demás sobra.

Paseo frente a la imponente mole del monasterio andando entre olivos. Es un momento místico de los que te regala el Señor, por encima de los sentimientos, es todo el ser, toda la vida, como que has alcanzado el amor. Está a tu lado, camina contigo y te pregunta: ¿Me amas? La respuesta fluye del corazón a la boca…

¡Ánimo y adelante!

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