Cuando entramos en el restaurante, que estaba a rebosar, mi amigo y yo, encontramos a un anciano sacerdote terminando de comer. Le saludamos y le preguntamos sobre qué hacía allí solo. Nos dijo que una vez al mes le gustaba darse un homenaje, hacer algo distinto, y así salía un poco de la monotonía. Admiro a los curas ancianos, han entregado toda su vida a los demás, veinticuatro horas al día, y muchos de ellos siguen trabajando hasta que las fuerzas les abandonan.
La verdad es que cuando nos sirvieron el primer plato, mi amigo y yo, comenzamos a hablar de todo un poco, de teatro, de política, de algunos libros, de conocidos, de nuestros abuelos, y de personajes de nuestros pueblos. Fue entonces cuando contando una anécdota vinieron a cuento en la conversación, y no sin cierto humor, los parches “Sor Virginia”. Hay que tener cierta edad para conocer este emplasto, hecho de pimienta picante y aceites esenciales, que nuestros mayores usaban tanto para un roto como para un descosido, para una artritis como para una artrosis, para un reuma como para cualquier dolor muscular que desconocieran su causa. Era el remedio para todos los males, como el vaso de leche con una copita de coñac, para el catarro. Los emplastes con el calor que te proporcionaban apaciguaban el dolor, pero seguíamos sin atacar sus causas. Muchas veces no tenían otro remedio, aunque, en algunas ocasiones, fuera como intentar matar elefantes a besos.
Sin querer, en el segundo plato, derivó nuestra conversación sobre los parches “Sor Virginia” que aplicamos a los dolores profundos de nuestra sociedad. Cómo si no hubiera miradas globales que den respuestas a los problemas que nos afligen, sino pequeños parches que nos despistan y tranquilizan o engañan por un momento. Como si no hubiera proyectos que fueran parte de un proceso que limitaría tanto vacío, tanto camino sin horizonte, tanta demagogia y populismo. Y lo malo que, aquellos parches, se pegaban tanto a la piel que era muy difícil arrancarlos sin llevarte por delante una parte de ella. Algunos se quedaban con ellos para no sufrir más dolor, cuando fueran desgajados. ¡Qué imagen de la sociedad!
Pero a los postres, nos miramos a nosotros mismos, a nuestra vida, a nuestros procesos de fe, a nuestras heridas del alma, (este tenía que ser el título de esta pequeña reflexión: heridas del alma). Pues, también nosotros hemos llenado la existencia de parches cuando no hemos querido afrontar la propia desnudez delante del Señor. Parches que no han cerrado heridas, sino que las han mantenido abiertas, ocultas y sin cicatrizar. ¿Cuántos fracasos personales, cuántas vocaciones al matrimonio o al sacerdocio y la vida consagrada han quedado en dique seco porque no nos hemos podido o querido enfrentar a nuestra propia verdad? Incluso ¿cuántas veces, hemos elegido una vocación a la que no fuimos llamados como única vía de escape o “parche Sor Virginia”?
Encarar la vida, volver a nuestro ser desnudo ante Dios, nos evitaría muchos problemas. Todo lo demás son hojas de parra.
¡Ánimo y adelante!