En Al ritmo de los acontecimientos

Aquella mañana en el que el frío calaba los huesos y el cielo estaba grisáceo y triste, Madrid vivía el señuelo navideño de las luces de colores. Antes de entrar en la exposición, en una vía de ferrocarril, sin principio ni fin, estaba aparcado un antiguo vagón de madera, de esos para trasportar animales. Era una imagen de estilo vintage que como objeto de decoración resultaba agradable, sino hubiera trasportado cada uno de ellos, a cien personas hacinadas, durante días de viaje, sin poderse agachar si quiera, camino del sufrimiento y de la muerte.

Cuando ves la exposición sobre el campo de concentración de Auschwitz, hay un antes y un después. Los escolares que deambulaban por las salas, guardaban un silencio religioso o de muertos vivientes, ante tanto dolor, tanta injusticia y tanta muerte sin sentido. Las cifras son espeluznantes, nada lo puede justificar. Escuchar los videos de los supervivientes te mantenía en una actitud de duelo, mientras tu corazón gritaba ¿cómo ha sido posible todo esto?

Todas las personas masacradas eran normales, como tú y como yo, pero arrastradas a la desolación por el silencio cómplice de personas normales como tú y como yo. Describir los horrores que tan solo vi en pequeños detalles de objetos comunes, fotos clandestinas o dibujos hechos por los prisioneros, era suficiente para vivir la sinrazón de las ideologías que se pretenden salvadoras, únicas y superiores.  ¡Qué pánico! Fusilamientos en masa, cámaras de gas, cuerpos desnudos apilados, hornos funcionando sin descanso, día y noche, para no dejar rastro de tanta degeneración. En cambio, los supervivientes hablaban de gestos de ternura. Un rabino judío, que trabajaba en los crematorios, cada vez que tenía que meter en el horno el cadáver de un niño, le rezaba las oraciones judías y le deba un beso en la frente. También fueron asesinados más de 200.000 cristianos, en Auschwitz.

No hay espacio para narrar tanto horror. Pero lo que más me impresionó fue la capacidad de perdón de los supervivientes, la necesidad de sacar los momentos de ternura, de ayuda, de compasión entre unos y otros. En el testimonio final de uno de los supervivientes nos decía: “Antes de empezar todo, la vida era normal, pero las pequeñas cosas nos llevaron al genocidio: anidar un pequeño odio a un vecino, mirar mal al que opina políticamente distinto, rechazar al que no cree lo que tú crees, o al que es diferente a ti, la falta de respeto, el pensar que eres de una nación superior, todo es el caldo de cultivo que nos llevó a todo esto”. Parecía que esto no se iba a repetir, pero hace poco pasó lo mismo en la antigua Yugoslavia, y en varias naciones de África, y en Asia… y las causas son las mismas. Eduquemos en el respeto.

Busqué en la librería de la salida el libro “El hombre en busca del sentido”, de Vicktor Frankl, superviviente de varios campos de concentración, entre ellos Auschwitz y Dachau, y que había leído de joven. Allí estaba. Recordaba perfectamente el final: “El hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shemá Israel en sus labios.”

¡Ánimo y adelante!

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