Recuerdo que cuando éramos pequeños, después de hacer los deberes de la escuela, en la cocina de casa, nos poníamos a “escoger” lentejas, “esmotar” se dice por nuestra tierra, o “limpiar” en algunos otros sitios. Se trata de apartar una a una, con las yemas de los dos índices, las lentejas buenas de todo lo que fuera desperdicios: pequeñas piedras, cáscaras de la envoltura, brozas o alguna que otra lenteja cocosa.
A veces nos ayudábamos entre los amigos, para poder salir antes a correr por las calles y jugar al escondite, a policías y ladrones o al juego de temporada, pues había tiempo de jugar a la peonza, al pincho, a los platillos o chapas, y si no, a pasar el rato dando a un bote o aun poste con el tirachinas. Pero si alguien se precipitaba y dejaba algún que otro desperdicio por correr más, la liábamos parda, nos regañaban para que hiciéramos las cosas bien y sin prisas.
Hoy se vuelve a hablar de discernimiento en los ámbitos de la pastoral de la Iglesia. Recuerdo como se cernía la harina con una especie de criba o cedazo para separar la harina de los elementos que se habían añadido. Eso es discernir, separar lo esencial de lo adicional. Y en la vida, como lapas, se nos pegan actitudes, pensamientos, sentimientos, incluso pecados, que no tienen nada que ver con la felicidad que nos muestra Jesucristo en el evangelio. Quizás un texto donde se ven claros los pasos del discernimiento es la actitud de Jesús cuando camina con los discípulos que van a Emaús, en el evangelio de Lucas, capitulo 24, del versículo 13 al 35.
Cleofás y el otro discípulo iban discutiendo, tristes y cariacontecidos. Se les había pegado la oscuridad, la tristeza y el desánimo en el corazón, es decir, volvían sin esperanza. La falta de esperanza y las motivaciones que nos lleva a ella es uno de los males de nuestra sociedad. Jesús, el buen pastor, sale a su búsqueda y escucha, pregunta, dialoga y les hace caer en sus propias contradicciones. Es el primer paso para discernir: verbalizar lo que nos pasa.
El segundo paso es conocer la voluntad de Dios para nuestras vidas. Cada uno tenemos nuestra propia vocación, el Señor nos ha puesto aquí para dar respuestas. Por el camino, es decir desde la situación que están viviendo, les explica las Escrituras. Hay un plan de Dios para cada uno de nosotros, que nos hará felices. Todo esto les va iluminado el corazón y le invitan a que se quede con ellos.
Sólo entonces le reconocen como “El Señor” de su vida y de su historia, después de un proceso de camino, diálogo sincero y acompañamiento. Es cuando vuelven a Jerusalén, al cenáculo, allí donde se fraguó todo. Qué importante es que la comunidad avale nuestro proceso, si no podemos estar construyendo castillos en el aire.
Hoy, lamentablemente, igual que las lentejas que se comercializan ya cocidas y envasadas, listas para consumir, esta sociedad nos da respuestas en frascos que no necesitan ni tiempos de dedicación ni de procesos y así nos va en la vida.
¡Ánimo y adelante!