Se trataba de una reunión de adultos, personas con actividades profesionales, donde hablábamos de la posibilidad de hacer algo por los demás desde la fe y desde nuestra pertenencia a la iglesia católica. El intento de nuestro planteamiento era volcarnos a personas descartadas, pero sin tanta proyección social como suelen tener los pobres que viven en las calles, los emigrantes sin oficio ni beneficio, o cualquier persona en total exclusión y rechazo. Pusimos nuestro objetivo en los ancianos que viven solos, los enfermos crónicos, las personas que no pueden salir de sus casas, los que sufren duelo ante la muerte de los seres queridos, personas con necesidades especiales, cuidadores de ancianos o enfermos imposibilitados, personas sin libertad o discapacitados de cualquier tipo… los vulnerables de los que nadie habla de ellos porque son anónimos en nuestras calles o simplemente son nuestros vecinos.
Derivó la conversación en cómo nos tratan a los creyentes los compañeros de nuestros trabajos, las conversaciones llenas de espacios trillados sobre los obispos, curas y monjas, que es lo que algunos entienden por iglesia. Y de cómo te miran extrañados cuando defiendes que, como en todos los grupos, no todos son iguales y que los que hacen daño son tan sólo una minoría. Al final, como perdonándote la vida, piensan que alguien te ha comido el coco. Como si los medios de comunicación fueran inodoros, incoloros e insípidos y sus informaciones no tuvieran un trasfondo que tienen mucho que ver con las manos que manejan los hilos de tantas marionetas que deambulamos seguros de nuestra independencia de pensamiento.
Ante tanto ataque desconsiderado uno de los participantes en la conversación decía que a él estas cosas le dejaban con el depósito medio lleno y entraba en la inseguridad de ir perdiendo la gasolina que mantenía su motor en movimiento. Por eso necesitaba un grupo de iglesia que le ayudara a seguir con su fe, a no caer en las redes del desánimo y del cansancio, a buscar dónde y cómo entregarse más, a contrastar y a actuar en favor de los demás no yendo a su bola.
Y es que a todos nos pasa un poco esto. Incluso al que suscribe. Necesitamos más que nunca un grupo de apoyo donde poder hablar con libertad, donde sabes que nadie te juzga, donde se comparte la vida y se entrega la vida, donde se ora y se dialoga, donde hay una proyección hacia los descartados, donde se evangeliza.
Éramos siete adultos, terminamos tres horas después de hablar y de compartir. Fue un espacio primigenio, alrededor de un dulce, donde las palabras brotaban e iban saliendo ilusionadas según íbamos forjando un proyecto de iglesia. Después de los besos de despedida y de las risas que brotaban del gozo de ir por buen camino, la misma persona que sentía vaciarse en la vida diaria, nos dijo: hoy salgo con el depósito lleno, lo necesitaba. Pues eso.
¡Ánimo y adelante!