Cuando terminé de proclamar el Evangelio, quedó resonando la frase de Jesús en las bóvedas del templo: “y cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará esta fe en la tierra?”. Se trataba de una viuda pesada por necesidad (inoportuna, dice el texto) que requería justicia de un juez y por quitársela de encima le dio lo que pedía. Pero Jesús utilizó esta parábola para hablarnos de la oración.
¿Será que no hay fe en esta tierra porque no hay oración? A veces decimos que es la sociedad en la que vivimos que nos arrastra, pero no era menos problemática y compleja la sociedad de los primeros cristianos, aquellos evangelizados por un pequeño grupo de pescadores o campesinos de Galilea. Y es sorprendente cómo a los treinta años de la muerte y resurrección de Jesús ya habían creado comunidades en todos los puertos del Mediterráneo. Vivían de la fe en Cristo, y sin saber idiomas. Y le anunciaban en un mundo tan decadente como el nuestro, pero irradiaban vida nueva. Eran testigos de un gran acontecimiento.
Los que pasamos la barrera de los sesenta rezábamos en casa con toda naturalidad de la mañana a la noche. Cuando nos levantábamos, en las comidas, al acostarnos, el rosario y todo adornado con la señal de la cruz. También pedíamos a Dios por nuestras necesidades y la de los vecinos. Los problemas de unos eran de todos. Yo sé de una niña pequeña que rezaba con sus padres al acostarse, que aquel día pidió por los caracoles que se habían comido al mediodía. Le dio pena.
Yo, todos los días, al levantarme, cuando pongo los pies en el suelo siempre digo: “Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad”. No me acuerdo desde cuando lo llevo haciendo. La verdad es que algunas veces me arrepiento de haberlo dicho. Porque, como decía santa Teresa de Jesús, la que tanto sabe de oración, “si tratas así a tus amigos, no me extraña que tengas tan pocos”.
La oración, como el amor, según pasa la vida, se manifiesta de diferentes formas. Pero es necesario, como decía la santa abulense, “hablar de amistad con quien sabemos nos ama”. Y es que cuando dejamos de comunicarnos con la persona amada se va diluyendo el amor, y va pasando a ser como algo de cariño, después un recuerdo de compañerismo, para acabar en el olvido. Y si alguna vez te encuentras con aquella persona querida, no sabes ya de qué hablar. Nada os une. Y es que ha pasado tanto tiempo que todo es desconocimiento, y es una extraña para ti y tú para ella.
Pues así pasa con la oración, tan unida a la fe. Quien deja de orar, deja de creer. Puede que nos acostumbremos incluso a una rutina religiosa, pero si está vacía, si no hay un continuo impulso del corazón hacia el Señor, acabaremos en perder la confianza y también la esperanza.
En este tiempo que recordamos a nuestros difuntos, aquellos que llegaron ya a la meta, os invito a orar por ellos, a unirnos desde el corazón y la ternura, a consolidar la comunión entre todos: con Dios y con todos nosotros. Abre tu visión, ellos están con nosotros.
¡Ánimo y adelante!