Después del ecuador del pasado mes, estuve en una chopera con 70 jóvenes entre 17 y 28 años, todos con las pruebas sanitarias del coronavirus recién hechas y habiendo dado negativo. Aun así, manteníamos las distancias y la mascarilla en el rostro, de ahí lo de juntarnos bajo la entreverada sombra de los árboles y al aire libre.
Fui para charlar con ellos y dejarme tirotear por una batería de preguntas que les preocupaba de una u otra manera. Trascurrieron dos horas de charla sosegada y templada. Diez de entre ellos, habían hecho en su parroquia un grupo que se reunían por las noches, un sábado al mes, para debatir sobre distintos temas que les ocupaba, para poder escuchar a expertos y así formarse y debatir en libertad. El nombre que han puesto al grupo es: “Razones”.
Quizás por ser obispo o porque ellos eran católicos entregados “en la búsqueda de la verdad y de la libertad”, bastantes de sus preguntas versaron sobre la autenticidad de su seguimiento y sobre el futuro de nuestra iglesia. Y digo nuestra, no solo como un posesivo, que también, sino como localizador, en esta tierra y en estos pueblos en los que parece que la iglesia se diluye como la arena entre los dedos. Se preguntaban e insistían, en su argumentario, en que el Espíritu en tiempo de crisis siempre revuelve los corazones de aquellas personas que le siguen y nacen nuevos carismas. Pensaban que la búsqueda de la voluntad de Dios, aquí y ahora, harían nacer nuevas respuestas.
Es la diferencia, les decía, que existe entre las comunidades que se aferran a una esperanza ilusoria y aquellas otras que se mantienen, trabajando con tesón, en una ilusión esperanzada. No podemos fijarnos en el grano de trigo que se está pudriendo, como nos ocurre obsesivamente muchas veces, sino mantenernos, por la fe, en la esperanza de la resurrección de la cosecha futura, aunque nosotros posiblemente no gocemos de ella en esta tierra.
Pero sí tenemos la responsabilidad del labrador de preparar y cuidar la tierra, eliminando abrojos, cardos, pedruscos y espantando a las aves de rapiña que aniquilan la ilusión y nuestro esfuerzo. Y cómo no, al final acabamos hablando del discernimiento, de la necesidad de ser acompañados, de este andamio que nos sustenta que es la vida comunitaria, sin la cual no hay fe. El cuerpo de Cristo es también la comunidad.
Todo este proceso de conversión y renovación de la Iglesia nos llevará ineludiblemente a la antigua novedad de la predicación evangélica y de la búsqueda de la voluntad de Dios de las primeras comunidades apostólicas. Y para los jóvenes de “Razones”, volvamos a lo que nos dice en su primera carta Pedro: “estad siempre dispuestos a dar una explicación a aquel que os pida una razón de vuestra esperanza, pero hacedlo con delicadeza y con respeto.”