Recuerdo cuando era pequeño e iba por las puertas pidiendo con una hucha de porcelana con forma de cabeza y que representaba a una de las tres razas: africana, asiática y un indio de las praderas americanas. Nos los daban en la escuela para pedir por la calle el día del DOMUND. Después en el colegio había verdaderas pugnas entre clases, a ver cuál era la que más dinero sacaba, marcado en unos termómetros de cartulina colocados en el zaguán que daba a la entrada del patio.
Todos los años venía un misionero a hablarnos de los niños o jóvenes de otros países, de las dificultades en la que vivían, pero siempre nos contaban que, a pesar de la lucha por salir adelante, aquellos niños siempre estaban contentos, y esto nos enardecía el corazón. Cuando la pandilla salíamos por la tarde, a recorrer las calles del pueblo, mordisqueando un trozo de pan con un duro chocolate de ronchar, nos veíamos de misioneros, en situaciones de aventuras peliculeras y con un fervor por llevar a Cristo a los demás que ya me gustaría para mí ahora.
Dos de aquellos chavales llegaron a serlo. He visto partir a chicos y chicas jóvenes a la aventura del amor de Dios con la mochila al hombro, con lo imprescindible, pues llevaban el corazón a rebosar. Ahora les veo pasar por mi mente y me los imagino en el barro de la necesidad hasta la cintura. Cuando hablo con ellos, la hermana que me cuenta la última historia de la pandemia en su comunidad, el cura que me informa de todas sus andaduras pastorales y sociales, la religiosa que necesita un puñado de euros para sacar a una familia de una necesidad límite, jóvenes que se toman un año, después de terminar la carrera, para echar una mano (muchos se quedan para siempre)… me impresionan sus diálogos de vida y descubro, que a pesar de las muchas dificultades por las que pasan, mantienen siempre la sonrisa en su rostro y la esperanza en sus palabras.
Son vidas duras, pero son vidas evangélicas. La premura de llevar a Cristo a los demás, la necesidad de conformar sus comunidades con las apostólicas de los primeros siglos de la Iglesia, la salvación realizada en todas las dimensiones de la persona, la libertad como exigencia y camino, son metas que van trabajando al ritmo del evangelio y de la fraternidad de los creyentes. Todas las personas que están en la misión, que marcharon en silencio, buscando unos cielos nuevos y una tierra nueva, nos ayudan a nosotros, a los que nos quedamos en casa, a ser también misioneros. Gracias.