Esta tarde, cuando esperaba la lenta superación de tu coronavirus, me llegó la noticia de que habías cruzado a la otra orilla, esa en que Cristo resucitado nos espera con las brasas encendidas y el pan caliente, y unos peces, y nos pregunta sobre lo esencial: ¿Me amas? La seguridad de una pisada firme, a su lado, se hace paseo sosegado, y el mar, el de las fatigas y los sinsabores, se queda como arrullo acompasado de las olas que lamen la playa.
Querido Don Antonio, sé que estás bien, ya con el Amado, la meta de los que creemos y esperamos en Él. La barca está en medio del mar embravecido, tú has sido llamado para tu merecido descanso, siguen los engranajes empujados por manos obreras dando sentido al trabajo. Creadores con Dios, hijos todos de un mismo Padre, en este espacio donde tan solo buscamos las diferencias o las discrepancias.
Te vuelvo a ver alrededor de una mesa, con personas sencillas, escrutando cada palabra, cada hecho, para que no pasen desapercibidos en el discernimiento. Todo se tamiza en el crisol de la verdad de las cosas, de las personas, de los acontecimientos. Y tu sonrisa, a veces matizada por una leve ironía, permanece como un aviso ante los interlocutores: es necesario buscar caminos de encuentro.
Nos wasapeamos los primeros días de tu ingreso. Mantenías la esperanza, estoy muy fatigado, me decías, y esa misma noche los sanitarios tomaron las riendas de tu vida, para que no te esforzaras, para controlar cada pálpito, cada aliento, para empujar a tu cuerpo para seguir viviendo.
Aquí, en esta diócesis de Teruel y Albarracín, sigue viva tu memoria. Y hay una cierta nostalgia de aquellos tiempos en el que el laicado, con la vida consagrada y los sacerdotes, participaban ilusionados en las tareas pastorales y en su implicación en los movimientos sociales. Eran tiempos de cambio, en todos los niveles, de construcción de una nueva sociedad, donde tú te mantenías implicado y alentando a todos. Ese mundo lo vamos viendo escapar como arena entre los dedos. ¿Cómo, querido hermano Antonio, podremos construir los tan necesarios caminos de encuentro?
Ahora, desde la otra orilla, nos esperas. Pero aliéntanos también a seguir construyendo comunidades, no aisladas, sino engarzadas en el entramado social, metidas con los pies en el barro, empujando cada engranaje, cada rueda, para hacer un hogar donde quepamos todos, donde cada ser humano se sienta acogido y respetado, se sienta en definitiva amado. ¡Gracias Don Antonio por haber pasado por nuestras vidas!