En Carta desde la fe

Hace ya algunos años, en una convivencia de preparación para la Confirmación, preguntamos a los chavales si tenían experiencia de Dios. Uno de ellos respondió afirmativamente. Cuando le preguntamos en qué consistía, él contó con toda sencillez: “Estaba pasándolo mal, traté de buscar ayuda en mis padres y mis amigos, pero no pude encontrarlos en ese momento; entonces, comencé a rezar y, al poco tiempo, me sentí acompañado y en paz”. Cuando terminó su relato, preguntó: “¿Esto es experiencia de Dios, verdad?”.

En efecto, tal como contaba este chaval, el paso de Dios por el alma se percibe, normalmente, a través de sus efectos concretos: la paz, la esperanza, la confianza, la capacidad para comprender y perdonar, el deseo de amar y la voluntad de servir… Dios no viene aparatosamente (cf. Lc 17,20); Dios es amor (1 Jn 4,8) y se manifiesta en el amor. La gran mística española Santa Teresa de Jesús lo afirmaba con toda claridad: “no está el amor de Dios en tener lágrimas… sino en servir con justicia, fortaleza de ánimo y humildad”. Por su parte, San Ignacio describía la consolación que Dios regala como un “aumento de esperanza, fe y caridad”. Dicho de otro modo: la auténtica oración cristiana nos mueve, desde dentro, a ser y a vivir como Jesús y con Jesús.

También es cierto que, a veces, Dios nos concede experiencias más sensibles e intensas de su presencia, que todos querríamos disfrutar cuando rezamos. Ese “toque de Dios” alegra el alma, más que todas las satisfacciones del mundo, y deja el corazón herido, herido de amor, cuando desaparece. Esta herida hizo gemir a San Juan de la Cruz: “¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti clamando y eras ido”. Este dolor nos mantiene en tensión hasta que el alma se encuentre con su creador plena y definitivamente.

La experiencia de Dios puede ser más o menos gustosa, más o menos contemplativa, según la sensibilidad y el momento vital de cada uno. En todo caso, tener experiencia de Dios y cuidar nuestra relación con Él es decisivo, en las circunstancias en las que nos toca vivir, si queremos seguir siendo cristianos. Como decía el teólogo Karl Rahner: “el cristiano del futuro o será un místico o no será”. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo no podemos aceptar la fe solo como una tradición heredada de la familia. Es preciso experimentar que la cercanía de Dios nos ayuda a amar, a afrontar las dificultades, a trabajar por los más indefensos, a vivir de verdad. Sólo así podremos superar las ideologías que afirman que la religión aliena, infantiliza, justifica injusticias y recorta la felicidad y la libertad. Por estas razones, os animo encarecidamente a cuidar vuestra relación con Dios.

Os envío a todos un saludo muy cordial, en el Señor.

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