En Carta desde la fe

 

Me contaron el caso de dos hermanos gemelos que, al llegar la adolescencia, se esforzaban en demostrar que no se parecían en nada. Algo similar nos sucede a veces a todos. El deseo de afirmarnos y de ser nosotros mismos nos puede llevar a fijarnos y a valorar mucho más lo poco que nos separa que lo mucho que nos une, en la familia, el trabajo, la sociedad, la relación con otras confesiones y religiones, etc.

En esta semana de oración por la unidad de los cristianos, estamos llamados a descubrir y potenciar lo mucho que nos une con otras iglesias y confesiones, siguiendo el camino marcado por el Concilio Vaticano II: “Es necesario que los católicos, con gozo, reconozcan y aprecien en su valor los tesoros verdaderamente cristianos que, procedentes del patrimonio común, se encuentran en nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las virtudes en la vida de quienes dan testimonio de Cristo y, a veces, hasta el derramamiento de su sangre, porque Dios es siempre admirable y digno de admiración en sus obras. Ni hay que olvidar que todo lo que obra el Espíritu Santo en los corazones de los hermanos separados puede conducir también a nuestra edificación” (Decreto Unitatis Redintegratio 4).

Esta valoración positiva de quienes invocan al Dios Trino y confiesan a Jesucristo como Señor y salvador, aunque no estén en plena comunión con la Iglesia católica, crece con la oración por la unidad y en la colaboración con ellos, en proyectos de solidaridad y de interés común. Nada mejor que rezar y trabajar juntos, para que nos conozcamos más, nos valoremos mejor y avancemos hacia la unidad querida por el Señor, “para que el mundo crea” (Jn 17,21).

Podemos extender este ejercicio de descubrir y valorar más lo que nos une que lo que nos separa en la relación con los judíos, “el pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza”, y con los musulmanes, “que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno” (Decreto Nostra Aetate 3 y 4).

Asimismo, podríamos ejercitar esta actitud con todas las personas, cualquiera que sea su credo o su ideología; pues más allá de tantas diferencias, todos los seres humanos sufrimos y experimentamos múltiples limitaciones, nos sentimos ilimitados en nuestros deseos y llamados a una vida más plena y fraterna (cf. Constitución Gaudium et Spes 10).

Con la esperanza de que, a pesar de nuestras peculiaridades, sepamos valorar y promover lo mucho que nos une, os saludo muy cordialmente en el Señor.

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