A punto de comenzar la Cuaresma, os animo a escuchar la llamada a convertirnos, que la Iglesia hará resonar de nuevo en nuestros corazones, dentro de pocos días. Esta llamada puede chocar con la pereza y la comodidad, tan frecuentes en las personas; y también con la desesperanza o el desengaño generados por los fracasos que hemos experimentado, a lo largo de la vida, en el camino de la conversión. Sin embargo, permitidme que os recuerde que esta llamada concuerda con los deseos más profundos del ser humano. En efecto, cuando miramos hacia el interior de nosotros mismos, descubrimos cuánto nos gustaría cambiar algunas actitudes, mejorar nuestras relaciones con determinadas personas y vivir la experiencia de un encuentro más vivo con Dios.
Si hemos perdido la esperanza de mejorar, recordemos que Dios confía en ti y en mí más que nosotros mismos; cree más que nadie en nuestras posibilidades de cambio. No encontraremos mejor cómplice que Él para hacer realidad nuestros deseos más profundos de renovación. Tengamos presente, además, que la conversión no es un requisito previo para obtener el favor de Dios, sino la puerta que Él mismo nos abre para que disfrutemos su abrazo misericordioso y la fuerza transformadora de su amor.
La Sagrada Escritura nos ayuda a comprender que la conversión es, antes que nada y sobre todo, un regalo de Dios, que reclama ciertamente nuestra colaboración. Así, San Pablo nos recuerda que éste es un “tiempo favorable”, un “día de salvación”, y nos exhorta con vehemencia: “dejaos reconciliar con Dios”, “no echéis en saco roto la gracia de Dios” (cf. 2 Co 5–6). El profeta Isaías, por su parte, subraya la importancia de la acción de Dios en nuestra conversión, con una imagen preciosa y sugerente: “Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano” (Is 64,7). Estamos en las manos del mejor alfarero, que nos ama entrañablemente, y siempre está dispuesto a reconstruirnos y embellecernos, por dentro y por fuera.
Por eso, si de verdad queremos convertirnos, hemos de acercarnos a Él confiadamente, pues nos espera como el padre bueno de la parábola del hijo pródigo. Y, aunque Él está en todas partes, haremos bien en buscarlo en las experiencias, situaciones y lugares donde se hace presente de una forma más intensa: en el silencio de la oración, ante el Sagrario de una iglesia, en la grandeza de la Creación, en las personas enamoradas de Él, en quienes más sufren, en la comunidad de la Iglesia, que, a pesar de las limitaciones y pecados de sus hijos, cree en Él y quiere seguirle. Búscalo también en ese lugar, tan especial para ti, en el que lo has percibido en otros momentos.
Os animo, pues, a comenzar la Cuaresma bien dispuestos, para convertirnos y dejarnos transformar por Dios. Recibid un saludo muy cordial en el Señor.