En Carta desde la fe

 

En la fiesta de la Santísima Trinidad, nuestra mirada se vuelve a las mujeres y hombres que  viven en monasterios, en un ambiente de silencio, dedicados a la oración y el trabajo.

No resulta fácil entender este modo de vida, sobre todo cuando no se conoce de cerca. Recuerdo que la primera vez que entré en un monasterio me asaltó este pensamiento: “Estas monjas pierden el tiempo; la oración nos debe llevar a comprometernos en el mundo; hay muchas personas que sufren y ellas se refugian en la oración; en clausura no pueden ser felices…” Estas ideas empezaron a tambalearse al ver las caras de aquellas mujeres. Contagiaban serenidad y paz; no transmitían la alegría ligera y pasajera de quienes no se preocupan de nadie y se dedican a satisfacer sus caprichos; percibí en ellas un gozo profundo y duradero, signo claro de una vida auténtica. Así, fui comprendiendo que aquella valoración primera era fruto del prejuicio y del desconocimiento.

Conforme he ido acercándome a la vida contemplativa, he podido conocer mejor su riqueza y sus problemas. También he valorado su compromiso con el mundo y su trabajo para ganarse el pan de cada día. He visto que en su plegaria caben «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren», como dice el Concilio Vaticano II (GS 1). Además, a su modo, ayudan a muchas personas, hambrientas de pan, necesitadas de ser escuchadas, sedientas de Dios, deseosas de dar sentido a su dolor o a su vida… No exagero al decir que los monjes y monjas contemplativos son un pulmón espiritual para la Iglesia y para el Mundo.

Desgraciadamente, las comunidades de vida contemplativa han disminuido sensiblemente en nuestra diócesis y en muchas otras. En este momento nos sentimos agraciados con la presencia de la comunidad de Madres Agustinas de Rubielos de Mora. También contamos con la cercanía de otras hermanas clarisas, capuchinas, concepcionistas y dominicas. Estas mujeres, aunque han tenido que cerrar sus monasterios en esta tierra, por falta de vocaciones, y trasladarse a otras comunidades, siguen llevando en sus corazones y recordando en sus plegarias a los cristianos y cristianas de Teruel y Albarracín. Ellas, con su existencia, son un recordatorio permanente de que “sólo Dios basta”. No podemos menos de agradecer a todas ellas su acompañamiento, su intercesión y su testimonio. Tengámoslas presentes, de forma especial en este domingo, dedicándoles momentos de oración y gestos de cercanía.

La existencia de los contemplativos nos interpela sobre la calidad de nuestra propia vida contemplativa; una vida que es indispensable para que el testimonio cristiano, que pretendemos ofrecer al mundo, sea verdaderamente evangélico. Nuestra sociedad necesita personas que transparenten paz, esperanza, amor y compromiso con la justicia. Estos valores brotan con naturalidad y frescura del encuentro enamorado con Dios.

Recibid un saludo muy cordial en el Señor.

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