Hace años, me enfadé con la Iglesia y se lo comenté a mi acompañante espiritual. Él, sin dudarlo, me recomendó leer el libro “Paradoja y misterio de la Iglesia”, del Padre Henri de Lubac, advirtiéndome que escribió este libro en un momento en el que este sabio jesuita había sido puesto en tela de juicio por algunos eclesiásticos. No pude contener la emoción al leer los pasajes que a continuación reproduzco:
“La Iglesia es nuestra madre, porque nos da a Cristo. Ella hace nacer a Cristo en nosotros. Ella nos hace nacer a la vida de Cristo. La Iglesia, hoy mismo, me está dando a Jesús. Me lo explica, me enseña a verlo, conserva para mí su presencia. Decir esto es decirlo todo. ¿Qué podría saber yo de Jesús, qué vínculos habría entre nosotros dos, sin la Iglesia? Incluso los que la desprecian, si todavía admiten a Jesús, ¿saben de quién lo reciben?
Ninguna crisis de la historia nos separará de Cristo. Pero esta seguridad nos viene precisamente de la Iglesia. Jesús está vivo para nosotros. Pero ¿en medio de qué arenas movedizas se habría perdido, no ya su memoria y su nombre, sino su influencia viva, la acción de su evangelio y la fe en su persona divina, sin la continuidad visible de la Iglesia?
Pues bien, esta Iglesia santa a veces también se ve abandonada de algunos que lo han recibido todo de ella y que se han vuelto ciegos a sus dones. Y a veces, en ciertas ocasiones como ahora, se mofan de ella algunos que siguen recibiendo de ella su alimento. Un viento de crítica amarga, universal y sin inteligencia, llega a veces a trastornar las cabezas y a pudrir los corazones. Un viento asolador, esterilizante, un viento destructor, hostil al soplo del Espíritu. Y entonces, cuando contemplo la faz humillada de mi madre, es cuando la amo más.
En el mismo momento en que algunos se hipnotizan ante los rasgos que les presentan un rostro envejecido, el amor me hará descubrir en ella con mucha más verdad sus fuerzas ocultas, sus actividades silenciosas, que constituyen su perenne juventud, todas las grandes cosas que nacen en su corazón y que convertirán contagiosamente a la tierra”.
Esta madre Iglesia, santa y a la vez pecadora, siempre necesitada de purificación y de reforma, se hace realidad concreta y cercana en nuestra Diócesis de Teruel y Albarracín. En ella hemos celebrado los momentos más importantes de nuestras vidas. A través de ella hemos recibido la formación humana y religiosa, que nos ha permitido conducirnos en la vida. Gracias a ella hemos trabajado al servicio de tantas personas necesitadas y del progreso de nuestra tierra. Ella es, en definitiva, la Madre que nos ha descubierto el tesoro escondido y la perla preciosa: Jesucristo; ella ha hecho nacer a Cristo en nosotros.
Recibid un saludo muy cordial, en el Señor.