Con una parábola memorable, Jesús afirmó: «Tuve hambre y me disteis de comer, fui forastero y me hospedasteis» (cf. Mt 25,31-46). Los cristianos de las primeras generaciones tomaron en serio estas palabras y «vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,45), siguiendo las enseñanzas de los apóstoles, que les exhortaban a cuidar con amor de los pobres, como recuerda la interpelación del apóstol Santiago: «Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos de alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve?» (St 2,15-16).
A lo largo de la historia de la Iglesia, el Espíritu Santo ha seguido suscitando hombres y mujeres que, con la creatividad del amor, han dado su vida en el servicio de los pobres de todo tipo y han urgido a sus hermanos a hacer lo mismo.
El diácono de nuestra tierra San Lorenzo, en el siglo III, declaró que «los pobres son los tesoros de la Iglesia». San Juan Crisóstomo, en el siglo IV, predicaba: «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando lo contemples desnudo en los pobres; ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez”. San Francisco de Asís, en el siglo XII, decía: «Hermano, cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor». San Vicente de Paúl, en el siglo XVII, exhortaba: «Dediquémonos con amor renovado al servicio de los pobres… ellos son nuestros señores y maestros y no somos dignos de prestarles nuestros humildes servicios». Sólo son unas perlas que manifiestan el sentir de la Iglesia.
También los últimos papas nos han impulsado a mirar a los pobres como referencia inexcusable de nuestra vida. San Juan Pablo II enseñó: «Ateniéndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial suya [de Jesús], que impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos» (NMI 49). Y Benedicto XVI advirtió a toda la Iglesia: «Practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio» (DCE 22).
El amor y la atención a los pobres no debería ser, pues, algo secundario, optativo o delegable para nosotros y para nuestras comunidades cristianas. Está en juego la vida digna de muchos hombres y mujeres. Está en juego nuestra humanidad y nuestra fe. Que la Jornada Mundial de los Pobres, instituida por el papa Francisco hace cinco años, nos anime a acercarnos a las personas necesitadas, a mirarles con cariño, a abrazarles, a aprender de ellas y a compartir nuestros bienes materiales y espirituales. Recibid un saludo muy cordial, en el Señor.