En el retiro de Adviento de Confer y Acción Católica, tres mujeres nos ayudaron a profundizar en el corazón de la Madre de Jesús y en nuestro propio corazón. Con la intención de animarnos a vivir esta última semana del Adviento, comparto algunos pensamientos que ellas transmitieron.
María vivía en Nazaret, un pueblo pequeño de Galilea con mala fama, donde la vida no era fácil. El silencio habitaba su corazón desde que nació, porque la cultura de aquella tierra discriminaba a las mujeres desde el nacimiento: la llegada al mundo de un varón se celebraba con alegría y si nacía una niña sólo había silencio. En su juventud, el silencio de María no estaba hueco, sino poblado de esperanza. Como la gente creyente de su tiempo, esperaba la llegada del Mesías.
Aquel silencio hizo posible su encuentro con Dios, que anhelaba acercarse a la humanidad y había decidido tomar carne humana en las entrañas de una mujer. Cuando un mensajero de Dios le dijo que ella iba a ser la madre del Mesías, quedó sorprendida y desconcertada: ¿cómo podía ser aquello, si no había conocido varón? Pero no perdió la lucidez; el silencio hizo posible el diálogo y, con el diálogo, la disponibilidad, que le llevó a exclamar, consciente y confiada: «Hágase en mí según tu palabra».
El silencio abrió su corazón a la alabanza a Dios, que bendice a los pequeños y confunde a los poderosos, sacia a los que tienen hambre y despide vacíos a los que acaparan, y extiende su amor y misericordia de generación en generación. La alabanza no la alejó de sus vecinos y parientes, sino que potenció su mirada generosa, para descubrir el apuro de su prima Isabel, que esperaba un hijo en su vejez, o el bochorno de unos novios, que se estaban quedando sin vino el día de sus bodas, o las necesidades de tantos otros que cada día recurrimos a ella.
Al contemplar el corazón de María, nos podemos preguntar: ¿cultivamos el silencio o estamos atrapados por la cultura de la dis-persión y la dis-tracción?, ¿esperamos en el amor de Dios o confiamos más en otros dioses, como el poder, el dinero, la apariencia o la fama?, ¿intuimos la presencia alentadora de Dios, en lo más íntimo de nuestra alma y en tantas personas, cuyos nombres tenemos grabados en el corazón: quienes nos engendraron y educaron, nos enseñaron a rezar y a vivir, nos socorrieron o nos pidieron ayuda y compartieron con nosotros diversiones y trabajos, gozos y tristezas?, ¿nos encerramos o permanecemos abiertos a Dios y a nuestros prójimos?
Dios también te llama por tu nombre y confía en ti, como confió en María. Aunque no comprendamos algunas cosas, ábrele tu vida y dile como ella: «Hágase en mí según tu palabra». Verás cómo Dios, a través de ti, derrama su ternura y su paz en nuestro mundo.