Al estrenar un nuevo año, brindamos por la felicidad y la paz de nuestros seres queridos, deseos que hacemos extensivos a muchas otras personas, especialmente a aquellas que más sufren. Bien es verdad que algo nos dice que esos anhelos, que anidan en lo más hondo de nuestro corazón y que afloran en estas circunstancias, normalmente sirven para poco.
Ante esta deriva pesimista, que nos lleva a enterrar nuestros más bellos sentimientos, podríamos hacer justo lo contrario: ponerles nombre y alimentarlos; porque el deseo es una fuerza enorme que podemos aprovechar para crecer y, sobre todo, porque a través de ellos Dios nos recuerda cuál es nuestra vocación definitiva: ser plenamente felices, viviendo como una familia universal de hermanos y hermanas «que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros» (FT 96), apoyados en la experiencia de la cercanía y el amor de Dios, padre común de la humanidad.
Demos alas a nuestros anhelos más hondos y pongamos medios concretos para hacerlos realidad. El mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de la Paz, que celebramos cada primero de enero, me sugiere tres pistas para avanzar en este camino:
1º. Reflexión y autocrítica. Como personas, como sociedad y también como comunidad cristiana, no avanzaremos si no dejamos a un lado los discursos autocomplacientes y victimistas. «Ha llegado el momento –dice Francisco– de tomarnos un tiempo para cuestionarnos, aprender, crecer y dejarnos transformar, de forma personal y comunitaria». Tenemos que pensar seriamente adonde nos conduce el camino que llevamos y reconocer errores; esos que vemos tan claramente en los demás y que tanto nos cuesta advertir en nosotros.
2º. Esperanza. No podemos encerrarnos en el miedo, el desánimo o la resignación. Aunque tengamos motivos para estar preocupados, el Papa Francisco nos invita a «mantener el corazón abierto a la esperanza, confiando en Dios que se hace presente, nos acompaña con ternura, nos sostiene en la fatiga y, sobre todo, guía nuestro camino». Hemos de ser «centinelas capaces de velar y distinguir las primeras luces del alba, especialmente en las horas más oscuras».
3º. Solidaridad, que nos exige salir de nuestros espacios cerrados, los cuales, aunque sean cómodos, nos empobrecen. Tal como nos sugiere el Santo Padre, deberíamos «volver a poner la palabra “juntos” en el centro. En efecto, juntos, en la fraternidad y la solidaridad, podemos construir la paz, garantizar la justicia y superar los acontecimientos más dolorosos… No podemos buscar sólo protegernos a nosotros mismos; es hora de que todos nos comprometamos con la sanación de nuestra sociedad y nuestro planeta».
Que Santa María, Madre de Jesús y Reina de la Paz, interceda por nosotros y por el mundo entero; para que, con su ayuda y nuestro empeño, el sueño de Dios y nuestros mejores deseos se vayan haciendo realidad.