Cuando una relación de pareja o de amistad nos ha hecho sufrir mucho, sentimos vivamente la tentación de replegarnos en nosotros mismos. A veces incluso nos negamos la posibilidad de amar y ser amados, a causa del miedo a padecer un abandono, a no estar a la altura de la otra persona, a que el amor desestabilice las rutinas que nos dan seguridad o me exija lo que no quiero dar. De vez en cuando resulta provechoso preguntarse qué mecanismos de bloqueo, conscientes o inconscientes, entornan o clausuran las puertas del propio corazón.
Cuando damos la espalda al amor, crecen la desesperanza y la tristeza, la indiferencia y la injusticia; y mengua el gozo profundo, que brota del intercambio de dar y recibir con generosidad. Para nosotros, mujeres y hombres de fe, cerrar las puertas al amor supone además renunciar a la experiencia de conocer a Dios, al Dios-amor, que solo podemos encontrar cuando frecuentamos sus caminos preferidos: los de la compasión, el servicio y la entrega. Es más, sólo desde la vivencia del amor podemos ser redimidos y salvados.
El papa Benedicto lo explicó con admirable sencillez y profundidad: «Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de “redención” que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace decir: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,38-39). Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces– el hombre es “redimido”, suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha “redimido”» (Spe Salvi 26).
¡Abramos de par en par las puertas del corazón al amor de Dios y al amor humano, pequeño reflejo, pero muy luminoso, del amor divino! «Déjate amar, Él te ama así, es decir, tal como tú eres. No temas, confía, pues nada se antepone al amor de Dios para contigo, ni tus propios pecados», decía Sor Isabel de la Trinidad. Déjate amar y ama. No esperes a tener la vida resuelta o a alcanzar la perfección para empezar a amar, pues la práctica del amor es la mejor escuela en la que podemos aprender el arte de amar. Lo más importante es amar, en nuestra vida de familia y vecindad, en los compromisos apostólicos y sociales, en cada encuentro y en cada momento de la existencia. La vida no amada es vida perdida.
Recibid un saludo muy cordial, en el Señor.