En Carta desde la fe

 

Aunque deseamos escuchar buenas noticias, normalmente nos cuesta creerlas. También la buena noticia de la resurrección de Jesús encontró serias resistencias. María Magdalena estaba tan cerrada a la posibilidad de que Jesús volviera a la vida que, cuando se encontró con Él, lo confundió con el hortelano (cf. Jn 20,15). Los apóstoles no creen a las mujeres que les anuncian la resurrección del Maestro y tomaron sus palabras por un delirio (cf. Lc 24,11). A pesar de que Jesús les anunció su resurrección, a todos sus seguidores les costó creer.

Quizá el más testarudo fue el apóstol Tomás, quien se atrevió a pedir una prueba inequívoca: «Si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20,25). Estas exigencias son –sin duda– excesivas. Sin embargo, en su terquedad se esconden al menos dos intuiciones muy sabias. Primera: no basta creer en la resurrección por el testimonio de otros; es necesario encontrarse con el Resucitado y experimentar cómo nos contagia su vida nueva. Segunda: las llagas del mundo y nuestras propias llagas son el mejor espacio para este encuentro.

Sí, realmente podemos encontrarnos con el Resucitado, cuando vivimos la misericordia y la solidaridad con las personas llagadas por el sufrimiento, la enfermedad o la desesperanza; cuando vivimos con fe la celebración de los sacramentos y percibimos su fuerza salvadora; cuando intuimos su presencia en la comunidad de los creyentes que comparten su fe y sus bienes; cuando le confiamos nuestros miedos, sufrimientos y preocupaciones y Él nos contagia su amor, su consuelo y su paz.

Muchos hombres y mujeres han narrado como Jesús Resucitado se ha hecho el encontradizo y ha transformado sus llagas en fuente de vida. El testimonio de la filósofa y activista Simone Weil es impresionante: «En un momento de intenso dolor físico, mientras me esforzaba en amar, pero sin creerme con derecho a dar un nombre a ese amor, sentí… una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano, inaccesible tanto a los sentidos como a la imaginación, análoga al amor que se transparentaría a través de la más tierna sonrisa de un ser amado. Desde ese instante, el nombre de Dios y el de Cristo se han mezclado de forma cada vez más irresistible en mis pensamientos». Otras personas cuentan cómo han percibido la presencia del Resucitado en la fuerza que han sentido para afrontar un problema, perdonar una traición, encajar la muerte de un ser querido o luchar por un mundo más justo.

Cuando experimentamos que Dios es capaz de convertir nuestras llagas y las llagas del mundo en manantiales de vida, podemos afrontar con esperanza cualquier dificultad e incluso la misma muerte. ¡Cree, vive y comunica la Buena Noticia! ¡Jesús ha resucitado y quiere compartir con la humanidad su vida nueva! ¡Feliz Pascua!

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