En Carta desde la fe

 

Cuatro días antes de terminar la primera de las cuatro sesiones que tuvo el Concilio, el cardenal de Malinas-Bruselas, Leo Jozef Suenens, lanzó a la asamblea conciliar la pregunta: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?». Esta pregunta estuvo presente en los posteriores debates conciliares y cuajó en la primera de las constituciones dogmáticas del Concilio, cuyas palabras identificativas, en latín, son: “Lumen gentium”: «por ser Cristo luz de las gentes…». Sin embargo, el Concilio, en la respuesta a esta pregunta sobre su identidad, no empezó hablando de sí misma, sino de Cristo, luz de los hombres y mujeres que habitamos esta tierra. Sólo después se identificó a sí misma como “sacramento” de Cristo o «señal e instrumento» de lo que Cristo aporta a la humanidad, «señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano (LG 1)».

El Concilio, a lo largo de todos sus debates y documentos, manifestó dos convicciones fundamentales. Primera: por gracia, todos somos “hijos de Dios” ?la filiación? y segunda: que estamos llamados a construir un mundo de hermanos ?la fraternidad?. En esto se condensa la tarea o misión que Jesucristo ha querido encomendar a este nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia: «anunciar el Reino de Cristo y de Dios y establecerlo en medio de todas las gentes», observando fielmente los «preceptos de caridad, de humildad y abnegación» de su Fundador, siendo ya «el germen y el principio de este reino»  (LG 5).

Todas las demás consideraciones, que el Concilio desgrana en esta constitución, dependen de esa declaración de principios sobre la identidad de la Iglesia. No soy capaz de resumir su riqueza espiritual, pero, al menos, debo enumerar sus grandes afirmaciones. Los dos primeros capítulos hablan del misterio de la Iglesia, primero en su dimensión trascendente como Iglesia que nace de la Trinidad, y luego en su forma histórica de pueblo de Dios en esta tierra, que le hace ser una «realidad compleja». Los dos siguientes describen los “estados de vida” en la Iglesia: pastores, laicos cristianos y miembros de la vida consagrada. Los capítulos quinto y sexto plantean su misión santificadora, común a todos los miembros del pueblo de Dios. Los dos últimos asocian el desarrollo escatológico de la Iglesia con la figura de la Virgen María y su participación en el misterio de Cristo: ella es modelo del ideal cristiano y de la Iglesia ya consumada.

No penséis que es una lectura aburrida o difícil. Esta constitución, leída con la luz del Espíritu Santo y, cuando sea necesario, con la ayuda de los sacerdotes de vuestras parroquias, os hará gustar el gozo de pertenecer al pueblo de Dios, que peregrina en estas tierras de Teruel y Albarracín.

Recibid un saludo muy cordial, en el Señor.

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