En Carta desde la fe

 

Continuamos nuestro recorrido por los principales documentos del Concilio Vaticano II. Hoy abordamos la constitución sobre la Divina Revelación. Se la conoce por sus palabras iniciales: Dei Verbum (la Palabra de Dios).

La constitución explica cómo Dios habló muchas veces y de diversas maneras a la Humanidad. Esta comunicación divina tuvo su punto culminante en Jesucristo. Al hacerse humano y vivir entre nosotros, nos reveló los secretos de Dios, ya que «nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27).

Frente a las ideas equivocadas de Dios que los seres humanos fabricamos a lo largo de los siglos, Dios mismo ha querido revelarse a sí mismo y darnos a conocer el camino de nuestra salvación, «movido por su gran amor», para recibirnos en su compañía, invitarnos a la comunicación con Él y hacernos partícipes de la vida divina. Esta revelación «se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí», de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman las palabras, y las palabras esclarecen el misterio contenido en las obras (cf. DV 2).

Con esta constitución, el Concilio explicó que la Palabra de Dios fue confiada a los apóstoles y que a partir de ellos nos llega por dos corrientes: la Escritura y la Tradición. Ambas tienen una misma fuente y se complementan. El Magisterio, por su parte, no está por encima de la Palabra de Dios, sino que la sirve, la anuncia e la interpreta auténticamente. Así aclaró la polémica originada con la reforma protestante.

La Dei Verbum enseña también que la Sagrada Escritura ha sido inspirada por el Espíritu Santo y, para comprenderla, hay que leerla «con el mismo Espíritu con que se escribió» (DV 12), atendiendo a los “géneros literarios” y a la cultura del tiempo en el que fueron narrados los hechos bíblicos.

Recomienda, además, la lectura asidua de la Sagrada Escritura, «porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo», como afirmó San Jerónimo, e invita a acercarse con gusto a los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, a través de la escucha atenta de las lecturas, en las celebraciones litúrgicas, y de la lectura orante o “lectio divina” de la Palabra de Dios, que os animo a practicar como se viene haciendo en muchas parroquias.

Hermanas y hermanos, termino esta carta con una llamada a revisar nuestra actitud, espiritual y corporal, cuando se proclama la Palabra de Dios en la liturgia y en los encuentros de oración. Seamos conscientes de que es Dios quien, a través de su Palabra proclamada, nos habla “como un hombre habla con su amigo” (Ex 33, 11).

Recibid un saludo muy cordial, en el Señor.

 

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