En Carta desde la fe

 

Estrenamos una nueva Cuaresma en nuestra vida y volvemos a escuchar la llamada de Jesús a convertirnos, pero tengo la impresión de que a menudo nos proponemos la conversión con buena voluntad, pero con poca sensatez, y el resultado de nuestros intentos de conversión nos frustran más que nos cambian.

¿No os habéis planteado la conversión como la superación de todas nuestras debilidades y especialmente de las que más nos avergüenzan? Sin embargo, la verdadera conversión empieza por asumir nuestra debilidad. Así lo vivió San Pablo y lo enseñó a sus comunidades. A los cristianos de Corinto les escribió: «para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne… Por ello, tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”. Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo… Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12).

Podemos afrontar la conversión como una tarea casi exclusiva de nuestra fuerza de voluntad, pensando: “Tengo que cambiar en esto y voy a conseguirlo con estas acciones”. Esta decisión es necesaria, pero insuficiente, porque la conversión cristiana es sobre todo fruto del amor. Cambiamos el rumbo de nuestra vida cuando experimentamos que nada ni nadie «podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,38). Nos transformamos en la medida en que acogemos el amor fiel de Dios y le correspondemos con nuestro amor.

Es posible que vivamos la conversión de espaldas a la comunidad, sin pedir ni aceptar ninguna ayuda, olvidando que la gracia de Dios y la fuerza del Espíritu Santo llegan a nosotros a través de los hermanos y de las comunidades con las que compartimos la fe. Por eso, San Pablo exhortaba a los cristianos en sus cartas: «animaos mutuamente y edificaos unos a otros» (1 Tes 5, 11), «enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente» (Col 3,16).

También podemos plantearnos la conversión como un cambio drástico, de hoy para mañana. Sin embargo, la conversión cristiana se parece a la semilla que, enterrada en la tierra, germina y crece: «primero los tallos, luego la espiga, después el grano» (Mc 4,28). Supone un proceso lento, que normalmente se alarga durante toda la vida, que podemos alentar pero no controlar del todo, y que hemos de asumir con paciencia, humildad y perseverancia.

Pidamos al Señor, por tanto, que en esta Cuaresma nos conceda la gracia de aceptar nuestras limitaciones, y nos ayude a cuidar nuestra relación con Él y con los hermanos, para que con su amor nos vaya transformando progresivamente. Recibid un saludo muy cordial en el Señor.

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