En Carta desde la fe

 

Frecuentemente se critica a algunos políticos porque un día dicen lo contrario de lo que dijeron el día anterior, sin apoyar tal cambio de opinión en razones convincentes. Y me parece preocupante que nuestra sociedad se vaya contagiando de esta enfermedad, aceptando con creciente pasividad que faltar a la verdad es un instrumento “normal” para conseguir lo que se pretende. Además, tendemos a condenar la mentira en “los otros”, silenciándola en “los nuestros”.

Fiódor Dostoyevski hizo un juicio severo y certero sobre la degradación a la que conduce la mentira continuada. En una de sus grandes novelas, “Los hermanos Karamazov”, escribió: «Quien se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega al punto de no poder distinguir la verdad, ni dentro de sí mismo ni en torno a sí, y de este modo comienza a perder el respeto a sí mismo y a los demás. Luego, como ya no estima a nadie, deja también de amar, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos; y por culpa de sus vicios, se hace como una bestia. Y todo esto deriva del continuo mentir a los demás y a sí mismo». En efecto, quien utiliza habitualmente la mentira hace daño a otros y a la sociedad, pero también destruye su propia persona.

En este tiempo de revisión y conversión cuaresmal, me parece oportuno llamar la atención sobre este modo de proceder que también afecta, en cierto modo, a los hombres y mujeres de fe. A veces, caemos en la tentación de utilizar medias verdades o incluso mentiras, para acallar a quienes nos critican, defender a la Iglesia o descalificar a otros cristianos a los que creemos equivocados. Si actuamos así, no pretendamos justificarlo, porque Jesús dijo con absoluta claridad: «Si os mantenéis fieles a mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32). Sólo la verdad nos conduce a Dios y puede sostener proyectos de futuro para la sociedad y para la Iglesia.

Es cierto que la mentira es tan antigua como la Humanidad, pero en los tiempos actuales hemos llegado a afirmar que la verdad no existe, que todo es del color del cristal con que se mira. Este relativismo, que quizá sea el contrapunto extremado del dogmatismo de quienes quisieron imponer su verdad, sólo conduce a una creciente devaluación del ser humano. Por eso, queridos hermanos y hermanas, al hacer examen de conciencia en este tiempo cuaresmal, también hemos de preguntarnos si alguna vez confundimos la verdad con “mi verdad“ y si intentamos imponerla a los demás.

Unidos a los hombres y mujeres de buena voluntad, seamos humildes buscadores de la verdad y sus valientes heraldos en todos los ámbitos de la vida. Recibid un saludo muy cordial en el Señor.

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