En Carta desde la fe

 

La búsqueda obsesiva de la felicidad, tan propia de la sociedad actual, nos empuja a sortear cualquier tipo de sufrimiento. Sin darnos cuenta, se va anestesiando la sensibilidad, de tal suerte que dejamos de sentirnos afectados por el dolor de las muchas personas que sufren, sea por la soledad, la enfermedad y el sinsentido; la marginación, la violencia y las guerras; por un largo y penoso etcétera. Nos hacemos la ilusión de vivir en ese “país de las maravillas”, que de sobras sabemos que no existe.

Esta estrategia produce frecuentemente un efecto contrario al deseado, pues la insensibilidad ante el sufrimiento nos incapacita para disfrutar de los gozos más hondos. Además, cuando queremos esquivar la dura realidad nos perdemos los motivos para la alegría y la esperanza que la misma realidad nos brinda. Así es la vida y así es también la experiencia cristiana: la cruz y la gloria, la muerte y la resurrección son inseparables. Las llagas del Resucitado nos recuerdan esta importante lección. En este sentido, no es casualidad la alegría desbordante de María Magdalena al encontrarse con Jesús Resucitado, ya que ella lo acompañó con amor fiel y sufrió con él en su pasión y muerte.

Soy testigo de que a menudo las experiencias de resurrección surgen del encuentro con el dolor. Un presidiario, que acababa de ser puesto en libertad, me contó cómo fueron sus primeros días en la cárcel: después de llorar durante tres días, comprendió que Dios le estaba dando la oportunidad de acercarse a Él y dar sentido a su vida mediante el servicio a sus compañeros.

También me parece significativa la historia de un empresario de éxito. Sufrió una inesperada enfermedad que le llevó a perder una pierna y a cerrar alguna de sus empresas. No logró superar la situación y se dio a la bebida; perdió a su mujer y a sus hijos y terminó sólo, en la calle, con una silla de ruedas a la que dormía atado, para que no se la robaran. Cuando una trabajadora social y una religiosa empezaron a saludarlo, se crearon poco a poco lazos de amistad y después de un tiempo accedió a entrar en una vivienda. A pesar de alguna recaída, ha recuperado una vida normal: ya no bebe, tiene su propio piso y un trabajo estable. Ahora dice que es más feliz que antes, porque no ambiciona tantas cosas, disfruta de los pequeños detalles y de vivir cada nuevo día. Él dice que su historia personal puede ayudar a otros. En medio de tanto sufrimiento creció una vida nueva.

Hermanos y hermanas, abramos los ojos y el corazón a la vida, con sus tristezas y alegrías, y abracemos la cruz como Jesús, esperando resucitar como Él y con Él.

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