Vengo observando que, en los discursos que se pronuncian en no pocos actos públicos, predominan valores que tienen que ver con la ecología y la sostenibilidad, con la violencia de género y la igualdad de la mujer, con el respeto a la diversidad y con los derechos de las personas más desfavorecidas, y no puedo menos de congratularme porque estos valores han sido destendidos en demasiados momentos de la historia. Considero que es un bien para el conjunto de la población tomar conciencia de las carencias que nuestra cultura ha tenido en las pasadas décadas y ponerles remedio. Aún con todas las imperfecciones que siempre lleva a cuestas la vida humana, es justo reconocer que estos nuevos valores entroncan con el Evangelio de Jesús y que en ellos está presente su Espíritu, que actúa en las entrañas de la historia humana y en el corazón de las personas de buena voluntad.
Pero también observo que se van arrinconando otros valores “de toda la vida”. Así, apenas se habla de la disciplina y de la necesidad de aprender a renunciar y a sacrificarse para conseguir que la sociedad mejore; con el auge de un relativismo muchas veces interesado, no se promueve la búsqueda y la defensa de la verdad; la obsesión por la inmediatez no deja espacio para la paciencia y la perseverancia; la lealtad y el compromiso de por vida no están de moda, con consecuencias en ámbitos tan diversos como la participación en la vida social o la natalidad; en nombre de una igualdad mal entendida, no se respeta la autoridad de padres, profesores, gobernantes, etc.
Con estas pinceladas, sólo pretendo llamar la atención de los miembros de nuestra Iglesia diocesana y de todos los que quieran escucharme sobre un fenómeno preocupante: unos valores están en auge entre nosotros, pero otros van cayendo en desuso, sin darnos cuenta de las consecuencias, positivas y negativas, que esta situación propicia, especialmente en las nuevas generaciones.
A este respecto, vienen a mi memoria dos enseñanzas que Jesús nos dejó. En unas advertencias que hizo a los escribas y fariseos les dijo: «Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello» (Mt 23, 23), y, después de exponer a todos algunas parábolas sobre el Reino de los Cielos, concluyó: «Todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo» (Mt 13,52). De este modo nos invitó a no desdeñar lo nuevo porque sea nuevo, ni lo viejo porque sea antiguo; a conservar los valores que nos han ayudado a desarrollarnos como personas y como pueblo, impulsando al mismo tiempo aquellos nuevos valores que engrandecen el patrimonio moral de nuestra sociedad.
Recibid un saludo muy cordial, en el Señor.