Algunas personas aconsejan a otras que recen ésta o aquélla novena, para conseguir que todo les vaya bien o que alguien cercano recobre la salud. Estos consejos conectan con la angustia de quienes harían cualquier cosa para solucionar un problema grave. Sin embargo, estos mensajes, sin duda bienintencionados, no ayudan a descubrir el sentido y la finalidad de la oración cristiana, porque tienden a confundirla con una negociación con Dios, en la que, si le ofrecemos sacrificios y oraciones, Él, a cambio, nos da salud o éxito en la vida. Además, este tipo de prácticas pueden conducir a la frustración e incluso a la increencia, cuando se comprueba que no se alcanza lo que se pretende.
Santa Teresa de Jesús, que tenía una profunda experiencia de oración, la entendía de una manera bien diversa. Ella decía a sus monjas que orar es «tratar de amistad estando a solas muchas veces con quien sabemos nos ama». En esos momentos de intimidad con el Señor, podemos expresarle con confianza nuestras preocupaciones y deseos. Hemos de rezar, pues, no para que Dios nos ame y nos bendiga, sino porque, como escribió el apóstol San Juan a sus comunidades, «Dios nos amó primero» (1 Jn 4, 19), antes de que pudiéramos ofrecerle oraciones o compromisos para merecer su amor. Él conoce nuestras necesidades y siempre está dispuesto a favorecernos, sin condiciones.
Dios nos ama siempre, pero su amor no nos soluciona todos los problemas. Jesús advirtió con claridad que sus seguidores tendríamos que soportar tristezas, luchas, persecuciones (Jn 16,20.33; Mc 10,30). En efecto, es posible “tener a Dios propicio y escaso el pan”, como reza un himno de la solemnidad de San José. Sí, queridos hermanos y hermanas, es posible tener a Dios propicio y andar escasos de pan, de salud o de reconocimientos; es posible tener a Dios propicio y viajar en una patera, estar en la cárcel o no encontrar un empleo digno. Miremos a Jesús, que era “el Hijo predilecto del Padre” y nació en un establo, no tuvo donde reclinar la cabeza y murió en una cruz.
Si al leer esta carta alguno se pregunta: «¿Entonces para qué sirve rezar?», le responderé con palabras de San Agustín cuando dijo: «Nuestro Dios y Señor no pretende que le mostremos nuestra voluntad, pues no puede desconocerla; pretende ejercitar con la oración nuestros deseos, y así prepara la capacidad para recibir lo que nos ha de dar. Su don es muy grande y nosotros somos menguados y estrechos para recibirlo (…). En efecto, Dios no nos oye porque ambicione nuestras plegarias, pues siempre está pronto para darnos su luz, pero nosotros no siempre estamos dispuestos a recibirla, porque estamos inclinados a otras cosas. En la oración acontece la conversión de nuestro corazón a Dios, que está siempre dispuesto a darse a sí mismo» (Carta a Proba y Tratado sobre el sermón de la montaña).
Recibid mi cordial saludo en el Señor.