No podríamos reconocer en qué Iglesia estamos viviendo si no se hubiese debatido, aprobado y, en alguna medida, asimilado la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II, conocida por sus primeras palabras: Gaudium et spes. «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (GS 1). Este primer párrafo, tan inspirador para nuestra vida personal y comunitaria, nos sumerge en una constitución que abordó el diálogo de la Iglesia con el mundo, un tema trascendental que movió a Juan XXIII a convocar el Concilio y que Pablo VI impulsó con decisión. Para él, esta constitución debía ser «la corona de la obra del Concilio».
Como ocurre con los verdaderos procesos sinodales, su redacción supuso un admirable y prolongado ejercicio de escucha, interpelación mutua y discernimiento. Su esquema se abrió paso en el aula conciliar al final del primer período de sesiones (diciembre de 1962) y el texto definitivo fue aprobado el 7 de diciembre de 1965, un día antes de la conclusión del Concilio.
La nueva actitud ante el mundo que impulsa esta constitución tiene su fundamento en el marco de la teología de la caridad: la Iglesia no es un fin en sí misma, sino que está al servicio de la sociedad, como Pablo VI proclamó públicamente el 4 de octubre de 1965, en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, manifestando la decidida voluntad de la Iglesia de colaborar en la construcción de un mundo más justo y más humano. En tal sentido, este documento recuerda a los creyentes que la esperanza en la vida eterna, «no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra donde crece el cuerpo de la nueva familia humana» (GS 39).
La escucha de la palabra de Dios revelada en Cristo y la atención a las condiciones reales del mundo, a través del discernimiento de los “signos de los tiempos”, constituyen las condiciones fundamentales del diálogo que la Iglesia pretende entablar con los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Las eternas preguntas sobre la existencia humana, la dignidad de la persona humana y su promoción debe ser la clave para abordar los problemas concretos de la libertad religiosa, del matrimonio y la familia, de la cultura, del orden social, del hambre en el mundo, de la solidaridad internacional y de la paz, que la constitución afronta en sus páginas.
En el ajustado espacio de una carta dominical no puedo decir más; sólo animaros a leer y valorar estos documentos conciliares, que siguen siendo indispensables para nuestra vida eclesial. Recibid un saludo muy cordial, en el Señor.