En Carta desde la fe, Obispo de Teruel y Albarracín

 

Algunas personas ajenas a la Iglesia critican los mensajes del Papa, los Obispos y las instituciones eclesiales en favor de la acogida de los migrantes. Se ha escrito que «tenemos obsesión con esta gente». Pero no me cabe en la cabeza que haya católicos que rechacen a los hermanos y hermanas que huyen del drama de la guerra, del hambre o de la persecución, ya que la acogida y el cuidado del emigrante es una llamada constante a la conciencia creyente en la Biblia y en la Doctrina Social de la Iglesia.

En el libro del Deuteronomio, por ejemplo, se invita a convertir el corazón para parecernos a Dios, «que ama al emigrante», y se insiste: «circuncidad vuestro corazón, no endurezcáis vuestra cerviz…, amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto» (Dt 10,16-19).

María y José emigraron a Egipto, apenas nacer el niño, para salvar su vida. Y Jesús, durante su vida pública, acogió a quienes las gentes de su tierra consideraban extranjeros: dialogó con una mujer samaritana, que le recordó que los judíos no se hablaban con los samaritanos (Jn 4); alabó la fe de una mujer cananea (Mt 15) y de un centurión romano (Lc 7) y los puso como ejemplo para sus discípulos; el protagonista de una de sus parábolas más conocidas era un samaritano que se compadeció de un moribundo tirado al borde del camino (Lc 10); en fin, en la parábola con la que anunció el juicio final (Mt 25) advirtió que serían bienaventurados los que le hospedaron siendo forastero, «porque lo que hicisteis con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis».

En consecuencia, la Doctrina Social de la Iglesia, reconoce tanto el derecho a no emigrar como el derecho a emigrar y a ser acogido, pues la frustración de no poder colmar las necesidades fundamentales «pone a mucha gente en condiciones de tener que emigrar a la fuerza. Ciertamente existe el derecho a emigrar. En la base de este derecho se encuentra el destino universal de los bienes de este mundo» (Mensaje del papa Juan Pablo II en la Jornada del migrante de 2004).

La Iglesia es consciente de los problemas que comporta la migración desordenada, por lo que reconoce el derecho de los estados a regular los flujos migratorios y nos pide que favorezcamos la integración de los inmigrantes, pues «cuando las “diversidades” se integran, dan vida a una “convivencia de las diferencias”. Se redescubren los valores comunes a toda cultura, capaces de unir y no de separar; valores que hunden sus raíces en el idéntico humus humano. Eso ayuda a entablar un diálogo fecundo para construir un camino de tolerancia recíproca, realista y respetuosa de las peculiaridades de cada uno» (Mensaje citado).

No es obsesión, sino solidaridad, tal como nos lo transmite la Sagrada Escritura y la más genuina Tradición eclesial. Recibid un saludo muy cordial en el Señor.

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