En Carta desde la fe, Obispo de Teruel y Albarracín

 

La solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos nos mueven a visitar los cementerios y a recordar a los seres queridos que ya partieron desde esta orilla a la de la eternidad. Nos hace bien, aunque nos incomode, volver la mirada a quienes nos precedieron y a la misma muerte.

Nos hace bien recordar que, gracias al esfuerzo de nuestros antepasados, somos lo que somos y tenemos lo que tenemos: los derechos que gozamos y que deberíamos defender mejor, un nivel de vida muy superior al de nuestros padres y abuelos, un patrimonio cultural admirable y, sobre todo, los valores y la fe que dan sentido a nuestra vida e inspiran nuestras opciones y decisiones. Reconozcamos, por tanto, cuánto les debemos, aunque no fueran perfectos, como ocurre con todos los seres humanos.

Nos hace bien recordar que esta vida no es eterna, que ni siquiera vamos a vivir doscientos años; para no conformarnos con “ir tirando” o con “divertirnos a tope”. Aprovechemos el tiempo, uno de los dones más preciosos que el Creador nos ha regalado, para disfrutar y compartir la vida, crecer como personas y mejorar la sociedad en la que vivimos.

Nos hace bien pensar de vez en cuando que un día hemos de morir, para orientar nuestro camino. En este sentido, San Ignacio de Loyola, en los números 186 y 340 del libro de los Ejercicios Espirituales, invita a sus ejercitantes a decidir como si estuviesen al borde de la muerte. Puede parecernos una recomendación inquietante y, sin embargo, es provechosa y necesaria, porque a menudo escogemos lo que ahora parece conveniente, sin pensar a largo plazo.

Y nos hace bien pensar en los difuntos porque seguimos unidos a ellos por el amor y la oración, que traspasan la barrera de la muerte. Desde la cárcel, el apóstol Pablo escribió a los cristianos de Filipos: «Somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Fp 3, 21). En efecto, somos ciudadanos del cielo, la meta de nuestro camino no está en el cementerio, sino en Dios, en quien encontraremos paz verdadera, libertad completa, felicidad desbordante, fraternidad perfecta… Creemos en esta vida plenamente feliz, en la vida eterna, confiados en la palabra de Jesús, que nos aseguró que iba a prepararnos un lugar junto a Él en la casa del Padre (cf Jn 14,3), y porque, a pesar de nuestros fallos, cada día podemos experimentar que Dios nos tiende la mano para librarnos del miedo y la desesperanza.

Recibid un saludo muy cordial en el Señor.

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